domingo, 5 de julio de 2009

LA HUELLA INDELEBLE

No es un muñeco de nieve ni un hombre de papel. Ni siquiera un polichinela o una sombra de humo con sombrero y gafas negras. Tiene el aspecto del Hombre Invisible que creó H.G. Wells, cubierto de vendas blancas para poder ser visto por el resto de las personas.
Michael Jackson era un niño pequeño con piel de chocolate y pelo africano que bailaba por los estudios de la Motown. Al crecer consiguió vender 50 millones de copias de un solo disco, inventó cómo se caminaba sobre la luna sin moverse del suelo y cantó a amantes, a razas, a malos y a mundos que había que socorrer. Fue la única persona que llevó con elegancia los calcetines blancos, la única a la que nadie le reprochaba que se le hubiera olvidado un guante y consiguió que sus estrafalarias casacas se convirtieran en un signo de distinción.
Quiso ser Peter Pan, compró los derechos de las canciones de los Beatles, se casó con la hija de Elvis Presley y, junto con los de rey del rock, sus movimientos de cadera han sido los más imitados en todo el planeta. Dicen que Dios escribe los mejores guiones y ningún guionista, por bueno que sea, tuvo y tendrá la imaginación suficiente para crear a alguien como Michael Jackson.
Arruinado y deshecho, sabiendo que nadie le ha arrebatado aún el trono, se presentó en Londres en una rueda de prensa a la que llegó hora y media tarde. Bajo la lluvia inglesa millares de seguidores llevaban días esperándole. Apenas habló durante tres minutos. Dijo que haría una serie de conciertos en Londres y ni siquiera quedó claro que eran los últimos que hacía en su vida o los últimos que hacía en la ciudad. Sin embargo, sus fans se sintieron bendecidos por haberlo visto aunque fuera de una forma fugaz. Pero fugaz no es su estrella. Michael Jackson, como los amores inolvidables, es una huella indeleble. Por muchos intentos que, sin querer, él mismo halla tenido de borrarse.

INSTRUCCIONES PARA DEJAR DE LEER

INSTRUCCIONES PARA DEJAR DE LEER


Lo primero, y más necesario, para conseguir este fin, es lograr apartarse de los libros. Puede parecer fácil, pero no se equivoque: esos artefactos son peligrosos. En su casa debe desalojar todas sus estanterías de libros; hágalo sin piedad, que no quede ni uno, porque si tan sólo uno quedase tal vez éste sea suficiente para volver a pecar. No mire el hueco increíble que queda en sus paredes, no piense que en cierta forma le han arrancado algo, no ceda ni por un momento a la tentación de pensar que con ellos se ha deshecho de cierta parte de su vida que sólo esos libros contaban. Y si considera que su casa se ha quedado vacía, algo así como sin alma o, aún peor, si sin esos libros usted se siente solo, entonces deberá de llenar todas sus estanterías de esas absurdas figuritas de recuerdo que los amigos nos traen de los viajes.
Huya de las librerías. Ni por un momento mire los escaparates. No cometa el error de creerse fuerte y entrar a una a guarecerse en un día de lluvia. No pasee por sus pasillos, no se sienta acompañado, no coja ningún libro, no huela el intenso aroma del papel impreso, no manosee sus páginas, no se deje conquistar por un título, no consienta que el nombre de un autor que usted conoce y ama le atrape. Sobre todo jamás le dé la vuelta a un libro y mire la contraportada, no vaya a ser que la historia que allí cuenta le seduzca, o piense que la ha vivido, o quiera que a usted le pase. Bajo ningún concepto debe hablar nunca con un librero; usan armas poderosas para convencerle. Son seres peligrosos.
Rechace las bibliotecas. Da igual cuántas mañanas de su infancia pasó allí, cuántos problemas resolvió entre sus anaqueles, cuántas veces fue fascinado por estos edificios donde resguardamos los sueños. Hágase el fuerte y no se deje engañar por su hermosura. Si siente tentaciones de entrar, dé media vuelta, métase en una gran superficie y compre media docena de croquetas congeladas y dos películas de artes marciales.
Afronte los viajes solo, no se lleve con usted un libro para aguantar el trayecto en metro o en tren. Si se aburre, silbe o haga calceta. No se deje atrapar por un libro en su salón una tarde de domingo, ni muchísimo menos tenga uno en la mesilla para las noches de insomnio. Es importante que siga con precisión estas orientaciones, que elimine la curiosidad, que espante usted solo la tristeza. De otra forma, sería imposible cumplir con este cometido.
Lo segundo que tenemos que hacer es aprender a vivir sin las palabras. Si no entiende algo, bajo ningún concepto puede recurrir a un diccionario. Hágase el listo, o sea sincero y quédese tonto. Los diccionarios son el principio del fin. Jamás recurra por tanto a una enciclopedia, ni a un manual de instrucciones, ni a un atlas, ni busque las noticias en los periódicos, ni lea las felicitaciones que le envían por Navidad, ni los mensajes que les dejan sus hijos escritos en dibujos y colgados con imanes en la nevera. Si empieza a perderse en las conversaciones, a no entender el mundo y las personas que le aman comienzan a mirarle extraño y dicen que estar junto a usted es como estar al lado de un reloj de pared, entonces es que vamos por buen camino.
Lo tercero que tenemos que hacer es deshacernos de las historias. No mire nunca atrás, no sepa lo que otros vivieron, compórtese como si usted fuera el primer habitante de la tierra. No intente encontrar otros amores para saber si se parecen al suyo. No busque esas palabras que le dicen a otro pero que usted sabe, intuye o cree, que de alguna forma también son suyas. No quiera conocer otros mundos que no sea el que va desde la esquina a su casa, no viaje sin tren, deje a su mente en un rincón sedentario y tranquilo. No imagine, no fantasee, jamás sienta la tentación de asomarse a un balcón desde donde pueda ver dragones. Y por favor, por favor, esto es importante: no sueñe.
Y si un día, un día cualquiera, comienza a notar que vida se le va estrechando, que se le va haciendo tan pequeña que casi le cabe en el bolsillo, enhorabuena; habrá cumplido su cometido.