viernes, 28 de mayo de 2010

EXPEDIENTE X

Muchas personas se sorprenden de mi devoción a “Expediente X” teniendo en cuenta que me importa un pito la vida en otros planetas y que jamás he mostrado interés alguno por los fenómenos paranormales. Por eso suelo tener que responder a esta pregunta. “Expediente X” es una serie rebelde e inteligente llena de amor no resuelto, que apela al inconformismo, a la búsqueda y a no ignorar lo desconocido por el simple hecho de que no lo entendamos. Por lo tanto, la pregunta correcta sería: ¿cómo no me va a gustar?

Ésta es la historia de una cruzada. La de Fox Mulder, que siendo el agente más brillante de su promoción decide autoaislarse en los sótanos del FBI, en las catacumbas, para descifrar lo oscuro y lo incomprensible mientras arriba se quedan los hombres de traje que se limitan a clasificar informes y a no salirse del código. Así es como Mulder se convierte en el Sinistro, el loco, el desterrado (de hecho, lo primero que le dice a su compañera cuando ésta entra en el sótano-despacho es “¿en qué lío se ha metido para que la envíen aquí, Scully?”). Y también es la lucha de Dana Scully, esa maravillosa, inteligente, científica y escéptica Sancho Panza, que comienza intentando refutar las investigaciones de Mulder para hundir su excéntrico departamento, pero que acaba quedándose a su lado, siendo su pedestal, su equilibrio y muchas veces su razón, ya que no puede negar ni explicar todo cuanto empieza a ver junto a él.

Es la historia de dos inconformistas, de dos personas a las que no les gustan las preguntas sin respuestas y que viven marginados de las otras por sus propias creencias, sin importarles las burlas o el arrinconamiento. Nos arengan a no alienarnos, a mirar más allá de los informes y los números, y a desobedecer. Porque, como escribía Benedetti, obedecer a ciegas deja ciego y sólo crecemos en la osadía. El famoso “The truh is out there” no es la frase de un iluminado. Nos viene a decir que la verdad efectivamente está ahí fuera y hay que salir a buscarla porque nadie nos la va a traer a casa mientras vemos la tele en zapatillas. Y si nos las trae, desconfiemos de ella (Trust no one) porque nada es realmente tan fácil. Que tenemos que investigar y comparar, que no todo lo escrito es cierto, que solamente en nuestra mano está saber.

En “Expediente X” hablan constantemente de las conspiraciones del gobierno para encubrir la existencia de los extraterrestres, de los políticos que engañan, embaucan y ofuscan. Y si el Hombre de la Manicura consiguió esconder el ovni de Nuevo México, también Kissinger hizo lo propio con sus genocidios en América del Sur y Asia. De hecho son constantes las referencias a las trampas reales del gobierno, como por ejemplo con el caso Watergate (el confidente de Mulder se hace llamar “Garganta Profunda” y se encuentra con el agente del FBI en un garaje del mismo modo que Bob Woodward lo hacía con el hombre que desenmascaró a Nixon) o el enigmático asesinato de Kennedy (los “Tiradores Solitarios” se llaman así porque de esta forma se denominó al hombre que realizó el disparo en Dallas, se especula con la idea de que fuera el propio Fumador quien matara al presidente, y el nombre de pila de Byers es John Fitzgerald porque nació precisamente el 20 de noviembre de 1963, según él, el día en que el mundo dejó de ser un lugar seguro y los ciudadanos comenzaron a desconfiar). Así nos advierten que personas misteriosas dominan nuestra vida sin que nosotros lo sepamos, llámense el Fumador o el Club Bilderberg. Por eso cuando una alguien sale chillando aquello de “¡Roswell, Roswell!” no es únicamente un chiflado obsesionado con el platillo volante que supuestamente cayó en suelo americano en los años cuarenta, sino que es alguien que exclama: “oigan, dígannos de una vez la verdad, que sabemos que no dejan de escondernos cosas”.

El “I want to believe” tampoco se trata de una frase pseudo mística-religiosa que nos indica que creamos a ciegas (ya sabemos que eso deja ciegos). Lo que nos vine a decir es que abramos la mente, que no nos hagamos herméticos, que estemos dispuestos a reconocer que hay cosas mucho más allá de lo que conocemos. Hace cientos de años crearon a Dios para explicar el mundo. Luego inventamos la ciencia. Dios no avanza, pero la ciencia sí. Uno subyuga, y la otra trata de dar respuestas y soluciones La historia de la humanidad es precisamente ésta: llenar los espacios en blanco, acabar con los interrogantes. Aún hay miles de cosas que no entendemos, pero que eso no significa que sean imposibles, solamente que aún no hemos hallado la solución a estos enigmas. Que los pingüinos no tengan capacidad para resolver ecuaciones de segundo grado, no implica que éstas no existan. Por eso muchas veces somos como aves acuáticas mirando una pizarra llena de números. Hace años a los epilépticos se los tenía por enviados del diablo porque pensaban que estaban poseídos, había algo que nos devoraban por dentro y nadie sabía darle el nombre de cáncer ni dilucidar cómo éste actuaba. Scully y Mulder luchan para demostrar que algún día llegaremos a explicar lo que hoy no podemos.

Así, van desfilando ante nuestros ojos nazis fugados, científicos locos, mentalistas, un hombre que sabe predecir cómo morirá la gente que le rodea, la herencia genética que hace que los hijos recuerden los asesinatos de sus padres, una trouppe de feriantes deformes, un feto alienígena conservado en formol por nuestros abuelos, un chico que lleva cien años devorando hígados humanos, una familia desfigurada a base de años de incesto, enfermas terminales que nadie sabe por qué mueren, un asesino de niñas que logra entrar en la mente de Mulder, una mujer que es capaz de rememorar todas sus vidas anteriores, una nave extraterrestre con párrafos de la Biblia y el Corán grabados en su casco, criaturas feroces que se esconden en la oscuridad, en los bosques, en nuestros sueños. Y más, mucho más, muchísimo más.

“Expediente X” ha sido una serie valiente en casi todos los campos. No sólo por los ataques al gobierno, por la defensa de aquellos que quieren vivir al margen de lo establecido, por la magnífica puesta en escena o por mostrarnos lo paranormal con una rigurosidad con la que antes sólo se mostraban los juicios o los asesinatos. También lo ha sido en la crítica de las religiones. Dudar de si existe un Dios, hoy no parece nada irreverente, pero recordemos que esta serie es de 1993 y televisivamente ha pasado mucho tiempo. Llama la atención que precisamente sea Mulder el agnóstico de la pareja; él, que cree a pies juntillas en los demonios, los vampiros o los mutantes, es incapaz de creer en el Dios de los cristianos. Y de hecho su escepticismo aparece casi únicamente cuando tienen que enfrentarse a un caso religioso. Por el contrario, Scully, la científica, la racional, es la que lleva colgado al cuello su mítica cruz dorada, la que se refugia en las iglesias cuando las fuerzas le pueden y la que se arrodilla ante los curas para confesarse.

Pero es precisamente esta dualidad entre los dos protagonistas la que hace la serie sea tan extraordinaria. La razón y la ciencia de Scully contra la intuición y la psicología de Mulder. Cómo la una mantiene íntegro y honesto al otro con su exacerbado racionalismo; cómo el otro hace que la una vea más allá. Dos personas inteligentes que se complementan y se hacen fuertes con las contradicciones de ambos. Scully es un tipo de heroína a la que no estábamos acostumbrados, muy alejada de ese paradigma de mujer fuerte con cuerpo poderoso. Ella, por el contrario, es pequeña, pelirroja, científica, y con una extraña mezcla de frialdad y dulzura. Mulder tampoco es precisamente un prototipo de galán: obsesivo, hierático, comedor de pipas, irónico hasta la médula, quijotesco.

Sí, es cierto que muchas veces Mulder está chalado, para qué vamos a negarlo. Encuentra extraterrestres donde no los hay sólo por las inmensas ganas que tiene de hallarlos. No hay mayor ciego que el que no quiere ver, ni mayor loco que el que quiere hacerlo a toda costa. Porque en cierta forma, y si no se le controla, el agente del FBI se vuelve un fanático, se devora a sí mismo. Es un hombre con una causa, sólo vive para ella, y eso a veces le tapa los ojos. Es un peligro sobre el que en la serie nos advierten. Su leit motiv es averiguar qué pasó con su hermana Samantha al desaparecer misteriosamente ante sus ojos cuando eran pequeños (por Dios, ¿alguien ha podido volver a echar una partida al Stratego sin pensar que va a ser abducido por un ovni?), pero eso sólo es una excusa o un desencadenante. En un capítulo, Scully le dice que él es como el capitán Ahab, el protagonista de “Moby Dick”, ya que se pasa la vida con obsesiones imposibles de alcanzar, ya sea la verdad o una ballena blanca. Mulder le responde que si tuviera una pata de palo como Ahab, sobrevivir ya sería de por sí una heroicidad, no necesitaría demostrar nada y no sentiría la necesidad de perseguir a esas criaturas de lo desconocido. Por lo tanto Mulder no es otra cosa que el eterno insatisfecho.

Y a veces le odiamos. Odiamos que continúe siendo Peter Pan, persiguiendo siempre entre las nubes barcos piratas voladores, olvidándose de los que están en tierra firme, sin más relación humana que las revistas porno. Porque Mulder, que ni siquiera tiene una cama y duerme en el sofá de su apartamento, se ha acostumbrado a esta soledad, a este universo en el que él es mundo y población. Pero Scully no. A ella no le basta. Para Scully la soledad es una trampa de la que intenta escapar muchas veces, pero nunca llega a abrir la puerta porque Mulder la necesita allí dentro. Porque la ha arrastrado a esta contienda, y ella sigue creyendo en su compañero, arriesgando, apostando y perdiendo por él. La propia Scully reconoce en un capítulo que muchas veces se pasa el tiempo dando vueltas en círculos, lo que le suele ocurrir mcuando una figura autoritaria o absorbente irrumpe en su vida. En cierta forma eso le gusta, lo necesita, pero… Scully sabe que, después de perder el prestigio en su carrera, la posibilidad de llevar una vida normal con una familia e incluso a veces la libertad y la salud, lo único que le queda es buscar la aprobación de Mulder, ya que ni siquiera esta cruzada es la suya. Por eso odiamos a veces a Fox Mulder: porque está tan ocupado mirando más allá de las estrellas, que no baja la cabeza para contemplar a la persona que le sostiene el telescopio.

Pero en el fondo todos hemos querido tener un amor como el de Mulder y Scully, uno basado en la camaradería, la lealtad, la admiración mutua. Tener un compañero con el que luchar a capa y espada por la misma causa compartida, alguien que nos cubra en la retaguardia y poder entrar en la batalla seguros, tu otro perfecto, la persona que te proteja en la oscuridad. Aunque todo eso (y ésta es la letra pequeña) se lo dicen el uno al otro a voces, pero sin tocarse. Es bastante inclasificable la relación que mantienen, la cuál ambos valoran más que cualquier otra cosa en sus vidas, y que es misteriosa, incompleta y velada. Era esa tensión sexual entre ellos, esas ganas de que rompieran el muro y dejaran de comportarse con frialdad de mayordomos ingleses, lo que nos volvía locos a los seguidores de la serie. Estábamos atentos como búhos y disfrutábamos con cada pequeño roce, con cada palabra, con cada nimio gesto, a veces simplemente una mano en el hombro. Aprendimos a vivir de los detalles. Esta relación, sin cama ni besos, fue para mí la más explosiva de la pantalla.

En una serie suelo saber qué personaje soy. Desde que empiezo a verla, me estoy buscando. Reconozco que me muevo por empatía (aunque generalmente suelo enamorarme del personaje que menos se parece a mí, probablemente porque suelo enamorarme de las personas que logran hacerme rectificar, ya que de lo contrario sería simple onanismo). Sin embargo nunca he sabido quién soy en “Expediente X”. Por una parte soy el alma loca de Mulder, la perseguidora de imposibles, la insatisfecha; pero por otra soy la paciente Scully, que quiere vivir y no sabe cómo, siempre esperando a un Mulder que no llega. Envidio la pasión de Mulder, su inteligencia y su irreductibilidad, pero también la fidelidad de Scully a ella misma y a la ciencia, su integridad, su forma sosegada y racional de encarar el peligro y el dolor.

Y ahora mismo lo único que me apetece es volver a tragarme las nueve temporadas de la serie, escuchar de nuevo su inquietante sintonía, ver a Mulder y a Scully entrar con sus linternas en casas oscuras, enfrentarme a los monstruos, al gobierno, dejar de tener terror por lo desconocido e intentar entenderlo, refugiarme en los sótanos si es donde hay que ir para no dejarse llevar por la corriente, meterme en una aventura tras otra, seguir la expedición.

Ya dije al principio que lejos estoy de apasionarme por las historias de extraterrestres: no soy de esas personas que se quedan mirando a las estrellas y se pregunta cuántos ojos nos estarán observando a nosotros desde allá arriba; más bien miro las estrellas y me asombro por todo lo que podemos ver y cuánto nos faltará por atisbar. Por eso con “Expediente X” me siento exploradora. Cuando los descubridores llegaban al límite del mundo, escribían: “más allá hay dragones”. Vamos pues a alcanzarlos.

jueves, 27 de mayo de 2010

PERDIDOS

Un amigo, al que hace muchos años que no veo, se las ingenió para conseguir mi teléfono, mandarme un mensaje y decirme que necesitaba hablar con alguien del final de “Perdidos”. No sabía si yo veía la serie, conociéndome intuía que sí, pero quería saber mi opinión y dejar de ser náufrago.

Pensé que éste era el tipo de cosas que merecía la pena contar.

Llegué a la isla de la mano de otra persona que me llevó hasta allí. Y con ella he visto osos polares, y he estado atrapada en las jaulas, y he hecho cábalas con los números, y he gritado, y he saltado en el tiempo como la aguja de un tocadiscos y se me ha quedado la boca abierta, y he dicho “quiero más”. Por el camino se nos han ido juntando otras personas, amigos imprescindibles o compañeros de teorías. Se han quedado para el recuerdo momentos impagables, como aquel lluvioso día de verano en un pueblo junto al mar, encerrados en el salón con las persianas bajadas, y nosotros tres viendo ocho capítulos seguidos de “Perdidos”, volviéndonos locos; y después, en la cama, la persona que me llevó a la isla no podía dormir, y me despertaba preguntándome si Michael sería un fantasma, incapaz de quedarse quieto entre las sábanas, sin cerrar los ojos porque no sabía si cuando los cerraba soñaba o, simplemente veía, seguía viendo.

Entiendo la sensación de estafa cuando todos nosotros hemos llegado al final. Ha sido como hinchar un globo, seguir llenándolo de aire hasta que fuera enorme, y finalmente pincharlo de pronto sin dejar que llegara a volar. Se nos plantearon demasiadas preguntas y demasiado pocas fueron las respuestas. Muchos han tirado sus libros de física y mitología por la ventana, libros que estuvieron estudiando meticulosamente durante todo este tiempo esperando encontrar las claves escondidas en alguno de sus párrafos. He dicho hasta la extenuación que si al principio de un libro aparece un clavo en la pared, al final de ese libro debe aparecer un cuadro colgado de él. Los guionistas de “Perdidos” nos han dejado una pared agujereada. Temíamos que así fuera, y así fue. Casi lo convocaron nuestros miedos.

Pero también entiendo la emoción, y más que entenderla, la viví. El corazón como una locomotora, la piel de gallina mientras se encontraban, y recordaban, y recordábamos. La sorpresa final de que todo cambiara, de que esta serie de misterios fuera realmente una historia de personajes, una historia de amor y redención, de encuentros y destinos. En cierta forma, “Perdidos” se convirtió en “La historia interminable”, ese libro lleno de aventuras que Bastian lee en el desván de su colegio, y cuando llega al final se da cuenta de que el único fin de todas esas peripecias era que él imaginara, que conociera Fantasía, que fuera parte de ella y así pudiera salvarla. La finalidad de “Perdidos” era que sufriéramos con los personajes, que compartiéramos sus aventuras y naufragios, sus miedos, sus dudas, que nos convirtiéramos en otro buscador más de la isla, decidiendo siempre qué camino queríamos escoger, a quién seguir. No lo sabíamos, pero la clave éramos nosotros. Nosotros fuimos los auténticos protagonistas de la serie. No nos emocionó tanto que ellos recordaran, como que recordásemos nosotros todos estos años junto a ellos.

Esa fuerza que hizo que miles de personas se congregaran de madrugada frente a la televisión con la ilusión de un niño de ocho años ante una Noche de Reyes era la verdadera luz de la isla, su verdadero poder.

Y cuando esperábamos todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas.

Por eso tengo un sabor agridulce, una división de la mente y el alma. Esperaba que la lógica del final pusiera luz en mi cerebro, pero lo que hizo fue activarme el corazón. Esa extraña división entre la cabeza y el lado izquierdo del pecho que casi nunca está completa, pero que todos aspiramos a ello.

Para la historia de la televisión, “Perdidos” no ha pasado desapercibida, sino todo lo contrario. La forma de contar, sus guiones, su factura, la presentación de los personajes, el modo de inocular la intriga, su manera de hacer posible lo imposible, cómo crear verdadera adicción. Todo ello ha marcado un antes y un después. Y, sobre todo, ha cambiado a los espectadores. Ya no nos vale cualquier cosa para pasar el rato: queremos más. Nos hemos vuelto inconformistas. Queremos personajes redondos, guiones geniales, tramas insospechadas. Queremos que nos den la vuelta, que nos apasionen. Y también nos hemos vuelto precavidos. No nos pueden volver a hacer lo mismo, no nos pueden volver a hinchar el globo para luego explotarlo. Al final de la serie necesitaremos que el globo vuele, y amenazamos de antemano con insurrección si esto no ocurre. Los guionistas tienen a partir de ahora una dura tarea por delante.

De todas formas, a mí nadie me va a robar “Perdidos”, nadie me va a quitar la sensación durante estos seis años de ser conspiradora. Porque lo mejor de la serie era hablar sobre ella. Y de nuevo, nosotros somos la clave. Fuimos nosotros los que abrimos los ojos hace seis años en aquel campo de bambú, y somos nosotros los que ahora los hemos cerrado.