lunes, 29 de marzo de 2010

Leticia Sánchez llena de enigmas su primera novela

'Los libros luciérnaga' ganó el Premio Internacional de Novela Emilio Alarcos Llorach

E. P./ SEVILLA | ACTUALIZADO 29.03.2010 - 09:04



    La escritora asturiana Leticia Sánchez Ruiz llena su primera novela, Los libros luciérnaga, con la que obtuvo el pasado año el IX Premio Internacional de Novela Emilio Alarcos Llorach, de "enigmas, misterios, personajes, historias y literatura, que es el motor de la evolución de la trama".

    Sánchez Ruiz confesó que el libro "esconde muchísimas cosas, sobre todo, cajas llenas de misterios y de enigmas, donde cada capítulo abre y descifra uno de ellos". Al mismo tiempo, apuntó que la novela recoge tres historias principales como son el relato de una búsqueda, una historia de amor y otra de un hombre triste que quería hacer la revolución pero acaba abriendo un bar. Además, según precisó, el lector conocerá otras historias como la del incendio de la una biblioteca o la de un libro perdido.

    Asimismo, la escritora aseguró que, junto al amor, la búsqueda y la aventura, su novela recoger "literatura, pues los libros están presentes desde el principio como así se refleja en el título". En este sentido, añadió que las páginas albergan a libreros, lectores, escritores o directores de bibliotecas, siendo "los libros el motor que hace evolucionar la acción de la trama". De esta manera, explicó que la novela se trata de "un homenaje con cariño a los libros".

    Los libros luciérnaga recoge los episodios del incendio de una biblioteca en mitad de la noche y como 50 años más tarde el genial Ulises Font comienza una inusual búsqueda. Además, Felipe, que se ha pasado la vida esperando que le sucedieran cosas que nunca le ocurren, regresa a su pueblo para el esperpéntico entierro de su abuela. Por su parte, Lucía, una escritora que no publica, vive encerrada en una casa de ladrillos rojos y escribe cuentos para Pian, que es su mundo y su maestro.

    jueves, 25 de marzo de 2010

    Leticia Sánchez gana el Emilio Alarcos Llorach con ''Los libros luciérnaga''

    «Los libros luciérnaga» (Algaida) es la primera novela de la ovetense Leticia Sánchez, ganadora del IX premio internacional de novela «Emilio Alarcos Llorach», quien dijo ayer que estos libros «son aquellos que brillan en la oscuridad».
    En una entrevista concedida a Efe, la escritora reconoció sentirse «alucinada y asombrada» con el reconocimiento de su libro y confesó que toda la vida «soñó» con esto y «todavía parece que le pasó a otra». La novela entrelaza tres historias distintas a través de una trama que en cada capítulo formula nuevas preguntas y que tiene como fondo el incendio en una biblioteca a mitad de la noche.
    La literatura es el trasfondo, «a veces de forma muy explícita y a veces de forma muy tangencial, pero siempre, de alguna manera» ya que «en la trama hay bibliotecarios, librerías, la biblioteca, lectores o escritores», dijo.
    Así, la trama se une en tres historias, la búsqueda de Ulises Font, el regreso de Felipe a su pueblo para el entierro de su abuela o la vida de Lucía, una escritora que no publica, que, como ha indicado Sánchez, son un todo en su cabeza. De todos ellos, ha confesado que se identifica más con Felipe, «en contra de lo que suele pensar la gente» y ha dicho que ella, al igual que el personaje, también tiene «una revolución pendiente» y espera que «algún día, no sé cuándo ni por qué, cambie todo». La escritora afirmó que «Los libros luciérnaga» no ahonda en los lugares ni los describe demasiado, ya que «necesitaba deformar una ciudad para que los personajes estuvieran en ella» y añadió que lo que le interesaba era «crear todo el ambiente que había a mi alrededor».
    Reconoció que lo «más difícil» ha sido «que todo encuadre como un encaje de bolillos» para que no quedara nada «flaco», y hacer hablar a los personajes «y que tuvieran una coherencia, lo que me dio bastantes quebraderos de cabeza».
    Avanzó que ya ha comenzado a escribir su segunda novela, que empezó «justo tras terminar la primera» y adelantó que la trama se sitúa en los años 60 en un bar «enorme» donde la hija de los dueños del bar es amiga de un parroquiano de 100 años que al morir le deja en herencia el gran juego y tiene que empezar a jugar.

    miércoles, 10 de marzo de 2010

    LAS MIL VIDAS DE JAIME HERRERO

    Oviedo no es París, pero junto a Jaime Herrero lo parece. Es de las personas que tienen esa maravillosa cualidad, que arrastran esa bohemia, esa extraña sabiduría. Enciende un cigarrillo tras otro, le gustan las fotografías con humo, la vida con humo. Coge los cigarros con sus dedos alargados capaces de pintar casi cualquier cosa, rótulos, cuadros, el mural de un cine, la Torre Eiffel, de escribir poemas. Cuando los jóvenes pintores van a pedirle consejo, Herrero simplemente les da dos: que la vida es muy dura y que se vayan de Oviedo, a donde sea. “Esta ciudad parece que se está haciendo más pequeña”. A Jaime Herrero, que siempre ha sido hombre de tertulias, se le van cayendo las historias como botones que se desprenden de un pijama viejo. Pero empecemos por el principio.

    “Bombardearon la clínica de Gijón el día que yo nací” cuenta. Así, en 1937, ya empezó su vida de peripecias. Su padre, norteamericano, era productor de cine en Hollywood. En su casa cenaban Charles Chaplin y Jardiel Poncela. Comían platos italianos que su abuela había aprendido a hacer en Argentina. “El cine siempre ha sido mi asignatura pendiente” confiesa con algo de tristeza Herrero, al que le flota en la sangre el amor por el celuloide. Hay cierta añoranza por aquella vida al otro lado del mar rodeada de estrellas y guiones. Su padre vino a España con un amigo y montaron una empresa para distribuir películas norteamericanas por todo el país. El padre de Herrero se ocupaba del Norte, su socio de la zona Sur. “Mi padre tenía la empresa en la calle Gil de Jaz, en la casa que llamaban de las abejas”. A pesar de sus reticencias, su socio le convenció para que distribuyeran también películas alemanas. “Al final fue gracias a eso a lo que salvó la vida. Cuando cayó en la zona republicana en Bilbao casi lo matan los republicanos, y cuando acabó la guerra en un campo de concentración, casi lo matan los nacionales. Lo salvaron los alemanes, porque era él quien distribuía sus películas”. La guerra pilló al padre de Herrero en Gijón, mientras que su mujer y su hijo, “no sé muy bien por qué”, permanecían en Valencia. “Un día nos llamó y dijo que él se marchaba, que no entendía nada de este Cristo que estaba pasando en España, que era un salvajismo”. Cogió un barco para Francia, y de allí habría pasado a Estados Unidos para regresar a su vida de celuloide, pero una unidad nacional detuvo el barco al salir del puerto de Gijón y mandaron a los tripulantes a un campo de concentración en Nanclares de Oca. “Mi madre, una tía mía y yo, que por entonces tenía unos dos años, pasamos de Gerona a Francia para encontrarnos con él. Pero al final acabamos también en un campo de concentración”. En él pasó el pintor los primeros días de su infancia y dejó en su mente un recuerdo imborrable: el de un demonio negro con un chuchillo muy grande. Uno de esos tantos monstruos que más tarde pintaría en sus cuadros, aquellos fantasmas de la guerra y de la posguerra, una época propicia para tener miedo. “Años más tarde descubrí qué era aquel recuerdo. Vi unas fotos de un campo de concentración que era vigilado por soldados senegaleses armados con bayonetas: el diablo negro y el cuchillo”.

    Gracias a un tío suyo, que era requeté, lograron salir de aquel campo y venirse a Asturias. Ahí empezó alguna de las cientos de vidas que tuvo Jaime Herrero en ésta que es una sola.

    Madrid era una tertulia, París era una fiesta

    Dice que no es vago, que se ha pasado la vida trabajando, pero sí confiesa que ha sido disperso porque ha hecho muchas cosas. “Incluso escribí durante mucho tiempo columnas en La Nueva España en las que contaba mi infancia en Madrid. Me gustaba mucho hacerlo”. Porque eran buenos recuerdos. Cuando era sólo un niño entraba gratis en los cines de la capital gracias al trabajo de su padre. También le acompañaba a las tertulias del café Varela; mientras su padre charlaba con personajes como Mihura o González Ruano, Jaime, a su lado, balanceaba las piernas en la silla y leía cuentos.

    A pesar de que en algún periódico soviético saliera publicado que Jaime Herrero era un héroe del pueblo que cruzó los Pirineos pegando tiros contra las hordas franquistas, lo cierto es que se marchó a París en tren. Y aquí comenzó otra de sus vidas, aunque ya hayamos perdido el número. “Paraba por un café cantante, en el que, entrara quien entrara, tenía que cantar si quería tomar algo. Uno nunca pagaba sus consumiciones, sino que al final de la noche, se dividía lo que se había bebido entre los que estábamos allí y todos pagábamos lo mismo”. Fue en aquel mismo café donde se cantaron algunos de sus poemas. Era el París de los 60, aquella fiesta que nunca acababa, y Herrero tenía que ejercer dotes casi de prestidigitador para pagarse los cafés y las pensiones, volando de un oficio a otro. Pintó la Torre Eiffell a brocha colgado de un arnés, trabajó en la Renault, por la noche pintaba y estudiaba cine. Y fue por aquel entonces cuando volvió a nacer de nuevo. “Trabajé en una cantera de la que fui el único superviviente, los demás murieron en una explosión”. En París, en pleno agosto, bajo un sol de justicia, picaban en la cantera. Lo más probable es que la dinamita, con aquel calor, comenzara a sudar nitroglicerina. Lo cierto era que Herrero aquel día se encontraba mal, tenía descompuesto el estómago.”Me dijeron que me fuera a las letrinas y que esperara allí, que el primero que marchase para París, me llevaría con él”. Fue en las letrinas cuando oyó el gran estallido. “De esto no me acuerdo, me lo contaron, porque las letrinas también volaron por los aires y la explosión me dejó desnudo y hasta me volaron los zapatos”. Le dieron una indemnización pobre y continuó viviendo.

    Antes de la explosión, Herrero se dedicaba a hacer esculturas con las piedras de la cantera. “Era una especie de copia del Prerrománico asturiano que yo inventé, porque en el Prerrománico no hay escultura. En las galerías donde se exponían, escribía disparates en las tarjetas: que si eran del siglo VII, que si en la época de Segismundo I...”. Un día apareció un hombre interesado en estas esculturas, y le dejó a un sótano para que continuara realizándolas allí y tuviera un lugar en el que trabajar tranquilo. Jaime Herrero tuvo entonces algo así como un mecenas. “Hasta que descubrí que era un asesor del Louvre que hacía falsificaciones y las pasaba por buenas. Tenía a ceramistas y pintores realizándole copias. ¡Y mis esculturas las vendía como auténticas!”. Herrero no dudó en salirse de aquel timo.

    Sin embargo, gracias a aquel hombre ganó mucho dinero: le pagaba a buen precio las esculturas. “Entonces me planteé: ¿qué hago ahora? ¿Marcho para España con esto? No. Ya viví la miseria de París. Ahora voy a vivir el lujo”. Le dijeron que lo primero que había que hacer para ser rico en París era alquilar un esmoquin, aunque te quede corto y vayas enseñando los calcetines raídos por debajo. Con su traje alquilado fue a la ópera y al mejor restaurante de París. Cuando el maitre le vio aparecer con aquella pinta de vagabundo elegante y pedir mesa, le advirtió que allí había que reservar con meses, incluso con años de antelación. “Me preguntó qué era realmente lo que quería y yo le expliqué mi historia”. Al final le dio una mesa, le elaboró un menú, y Herrero volvió cada noche hasta que se le acabó el dinero. “Le dije que aquella era la última vez que venía, que no sabía que ser rico era tan caro”. El maitre le invitó esa noche para que le pudiera quedar algo de dinero. Al día siguiente Jaime Herrero le llevó al restaurante un cuadro, que mandó que le entregaran de parte del pintor español. “Creo que aquél fue uno de los mejores cuadros que pinté en mi vida”.

    Consiguió un título en la Escuela de Cine de París y trabajó un tiempo en los estudios de animación “Imagen y Relieve”. “La jefa de iluminación y fotografía era una hermana de Brigitte Bardot. Estaba muy desequilibrada, era una profesional impresionante, pero era alcohólica. Todos pensamos que era porque no soportaba lo de la hermana, ya que la guapa era ella. Era de morir. A mí me tenía en los huesos. Nunca supe en qué acabó”.

    Madrid le estaba esperando, y Jaime Herrero regresó, con muchas más vidas en los bolsillos. Continuó con el cine, su asignatura pendiente y heredada, empleándose como ayudante de dirección de Pedro Lazaga. De nuevo llegó por allí un hombre y de nuevo las cosas volvieron a cambiar para Herrero. Era un representante del Sindicato Vertical del Espectáculo, que le pedía sus papeles y su situación “Me los tiró al suelo y me dijo que aquello no servía para nada. Que lo que tenía que hacer para legalizarme era afiliarme al sindicato y realizar tres películas gratis, que me arreglara, que así era la ley”. El jefe de producción, para hacerle un favor, le metió a trabajar en el catering. “Por lo menos si estás la lado de la comida, comes y lo que sobra lo llevas para casa, me dijo”. En aquella película, Jaime Herrero pudo cobrar algo porque el protagonista era pintor y le pagaron por pintar los cuadros que en la película supuestamente pintaba el actor. Pero no pudo permitirse hacer el segundo y el tercer film, ya que el bolsillo vacío azuzaba. Estuvo deambulando por Madrid, buscando trabajos aquí y allá. Y volvió a París de nuevo.

    Mayo del 68: pide lo imposible

    “La última vez que estuve en París fue en el 68” dice Jaime Herrero, y es algo que muchos no pueden decir. “Pero que nadie se equivoque, que yo no era un héroe”. En aquella época no tenía residencia fija, iba por las casas de sus amigos artistas del Barrio Latino. Una noche, en el círculo de Bellas Artes, pintó un cartel que luego se convertiría en un símbolo. “Era uno de los carteles del mayo francés, el del policía que está con un escudo y una porra. Pinté otros, que aún tengo guardados en casa”. Aquella revolución de París la vivió Jaime con amigos. Concretamente con amigos españoles que pertenecían a la legión francesa y que habían estado presos en Vietnam. Pero, como decía el camarero de “Irma la dulce”, esa es otra historia. Cuando en las calles de París mataron a un policía, su amigo legionario le dijo: “la policía francesa son asesinos. A partir de aquí hay que largar. Porque ganamos la batalla de las calles tácticamente, pero la perdimos estratégicamente”. El pintor afirma que nunca entendió demasiado bien qué le quiso decir su amigo con eso. Cogieron un tren y se marcharon a Versalles a vivir en una pequeña pensión. “Y vaya si se pusieron mal las cosas. Aquello se puso tremendo. Mataron a todos los del último grupo de la Soborna, los llamaban los vietnamitas, estudiantes de extrema izquierda. Y en las furgonetas hubo violaciones e innumerables atropellos”.

    “Perdóneme, pero a usted le inventé yo”

    Oviedo volvió a acogerle, como siendo niño. No entró en la gran pantalla, pero sí en la pequeña. Comenzó su aventura en Televisión Española, trabajo que conservaría hasta la jubilación. “En la tele empecé haciendo las cosas más raras del mundo” afirma el pintor, sin evitar que se le escape la risa. Fue rotulista, hacía chistes gráficos, pintaba el tiempo, ponía voz a algunas piezas, cuando no llegaba el invitado a tiempo le entrevistaban a él y ejerció hasta de cámara. “Yo era un cámara malísimo, pero ¿qué querían? Si estaba ahí para hacer un favor, suplía a otro un verano en el que no había nadie”.

    En la televisión le ocurrió una de las cosas más curiosas de sus múltiples vidas. Fue en la época en que hacía unas coplas de ciego. “Aparecía un teatro, se abría el telón y en el escenario estaba el decorado de una plaza de un pueblo, salía un ciego con una guitarra y con unos dibujos cantando historias. Yo hacía los dibujos y me inventaba las historias que contaba el ciego”. Un día le llamaron al despacho del director; cuando fue, se encontró con un hombre al que no había visto en su vida, estaba muy ofendido con él y le exigía una rectificación. Al parecer, en su pueblo hacía días que le llamaban el asesino. “Resulta que coincidía el nombre, los apellidos, casi la profesión (porque el hombre era arquitecto y el de la copla, ingeniero), y el nombre del pueblo. Me quedé de piedra. Yo no sabía ni que ese pueblo existía, y resultaba que estaba en Aller. “. Y allí estaba Jaime Herrero, hablando con un hombre que él mismo se había inventado.

    El corazón escondido

    Jaime Herrero y el dinero se conocieron poco. “Suerte que soy un espartano” dice. Un día que iba a coger un tren para París para presentar un libro de poesía, se encontró a un amigo suyo por la calle que le preguntó a dónde iba sin equipaje. Herrero sólo llevaba un periódico doblado en el brazo y, dentro de él unos calzoncillos y dos plátanos. Siempre fue así. Hasta que tuvo familia.

    Dice sin rubor que conocer a su mujer fue de las mejores cosas que le han pasado en la vida. “Ella me ha organizado mucho y siempre, siempre, me ha apoyado con la pintura”. Herrero no entiende muy bien por qué ahora le llega el reconocimiento, siendo un joven artista de 70 años, cuando lo cierto es que lleva toda la vida trabajando. Una prueba de ello es el almacén lleno de cuadros que atesora, obras que hace dos años se exhibieron en el Campoamor en una impresionante exposición antológica. “Se ordenaron por décadas. La gente me preguntaba dónde diablos tenía metido todo esto”. Pero no es que ahora Herrero exponga, sino que ha vuelto a exponer. “En los años 60 hice la mayor exposición que se hizo nunca en Oviedo: expuse en 6 sitios a la vez. En cuatro galerías, la Universidad y el hall del Palladium. Pero lo cierto es que no me hicieron mucho caso. Son los mismos cuadros que expongo ahora y me dicen que son buenísimos”.

    Ahora lleva una serie por toda España. Comenzó en Madrid, le siguió Zaragoza, en estos momentos tiene sus cuadros en Cáceres y, finalmente, vendrán a Gijón. “Y espero que ya termine, porque estoy agotado” comenta este hombre que dedica las mañanas a pintar y las tardes las pasa en el estudio, ilustrando, leyendo.

    Ha publicado varios libros de poemas, ilustrado más de 200 libros asturianos y la modestia le impide decir que ha sido, posiblemente, el primer expresionista español bajo la influencia de Francis Bacon. ¿Cuántas vidas le tocarán aún por vivir?

    Jaime Herrero sale del café, abre el paraguas y mira la ciudad nevada. Recuerda una frase de Xuan Bello: todas las ciudades tienen un corazón escondido. “Para mí la única ciudad de todas en las que he estado que tiene un corazón escondido es Oviedo” dice “Por eso siempre he vuelto y nunca me marcho”.

    Gárgolas

    Yo conocí a un hombre que decía que en sus anteriores vidas había sido gárgola. Estaba gordo, no se afeitaba, le encantaba jugar al ordenador, vestir con camisetas oscuras y anchas de grupos heavys y masturbarse compulsivamente con heroínas del Manga.

    Contaba que en 1789 fue gárgola en Notre Damme y vio arder un pueblo a sus pies, que quiso aplaudir si no hubiese sido de piedra. Cuando llegó el Terror, la oscuridad al fin le dio la vida y pudo marcharse volando.

    En 1917 era gárgola en la catedral de Moscú. El stalinismo despertó sus alas y se fue muy lejos de Rusia.

    La estupidez humana es la noche, es la que nos da vida”. Me contaba, esperanzado, que algún día volvería a convertirse en piedra.

    Descalzas

    Yo conocí una vez a un hombre que le encantaban las mujeres que no llevaban calcetines. Decía que parecían estar siempre preparadas para hacer el amor.

    miércoles, 3 de marzo de 2010

    VÍCTOR GARCÍA DE LA CONCHA, EL REY DE LAS PALABRAS

    Decirle a Víctor García de la Concha que recuerde Asturias es como pedirle que cierre los ojos y relate cómo es su pierna o su brazo. Hablando en palabras, como le gustaría a él, recordar viene del latín re (de nuevo) y cordis (corazón), por lo que significa “volver a pasar por el corazón”. Víctor García de la Concha no necesita que las imágenes de Asturias le vuelvan a pasar por el corazón, porque siempre las tiene ahí, porque son como su pierna o su brazo: no nos supone ningún esfuerzo pensar en lo que tenemos presente. En su despacho de la Real Academia de la Lengua, rodeado de todos los diccionarios del mundo, la biblioteca de Dámaso Alonso, el lugar donde dejan el paraguas y el sombrero los académicos, el retrato original de Teresa de Jesús y un “autógrafo” de Cervantes, Víctor García de la Concha, de piel suave y blanca, habla despacio, como si supiera perfectamente poner los puntos y las comas entre las palabras que dice, haciendo enunciados perfectos y transmitiendo una enorme responsabilidad a quien le toca transcribirlas. Pero García de la Concha no da miedo; es un hombre atento, afable y sabio, que une y acerca, como lo hace su voz con las palabras. Conociéndolo, uno entiende cómo ha logrado atar con un lazo invisible y sólido tierras separadas por un océano, alejadas en los mapas y hermanadas por una misma sangre: el español. Ha conseguido una asombrosa cartografía de palabras.

    El primer día de Primaria , Víctor García de la Concha entró en una clase en la que alguien había dibujado en la pizarra a don Quijote y a Sancha Panza. Luis Cortés, el viejo maestro, tenía los dedos manchados de tiza de colores. “Fue él, junto con mi familia, quien me inculcó el gusto por las letras” afirma el maliayo, enunciado los dictados, redacciones y lecturas que Cortés les mandaba hacer. Dicen que la infancia es el jardín en el que siempre estamos destinados a vivir, y el de De la Concha tenía y tiene forma de biblioteca. Su padre, lector excepcional, fue destinado como juez a Galicia; un sacerdote de allí tenía una extensa colección de literatura en la que Víctor García de la Concha se refugiaba a leer en los veranos, llenándose y rellenándose de letras. Siempre fue más de libros y plumas que de Ciencias, afirma el director de la Real Academia recordando sus años en el seminario de Oviedo.

    En la carrera de Filosofía y Letras, en Oviedo, no sólo encontró un refugio, una vocación y una profesión, sino que allí descubrió a maestros y cómplices. Como Emilio Alarcos, nombre fundamental, pedestal de los lingüistas. “Gocé de su amistad desde muy pronto. Fue uno de los filólogos más completos que he conocido”. Recalca De La Concha que Alarcos fue el introductor de las corrientes lingüísticas europeas y con gran vinculación a la vieja escuela de filología española, como Dámaso Alonso. Somos un cúmulo de personas y la suma que resultamos de ellas, por eso hay nombres de la Universidad están ligados para siempre a De la Concha, como el catedrático de Literatura y rector José Miguel Caso, o José María Martínez Cachero. “Fui un privilegiado en los estudios” reconoce.

    En su carrera docente recorrió casi todos los tramos: adjunto en instituto, catedrático, profesor numerario, oposiciones de agregación, y finalmente catedrático titular. Sacó la plaza para Murcia, pero no llegó a estar allí; lo mandaron a Zaragoza. García de la Concha, trabajador minucioso e incansable, dejó en aquella Universidad una huella indeleble: “Pasé a poner en marcha la literatura, doté de cátedras y titularidades un departamento que, a mi juicio, fue de los primeros”. Si somos suma de personas, para el director de la Real Academia hubo una que se convirtió en ecuación perfecta: Lázaro Carreter, con quien, afirma, llegó a tener una amistad de hermano. El filólogo zaragozano le insistió para que se marchara a Salamanca, a esa universidad humanista por excelencia y de gran tradición, ya que había quedado una cátedra vacía. En los años 70 Víctor García de la Concha hizo sus maletas junto a su mujer, catedrática de instituto, para desembarcar en la ciudad del Tormes, y su nombre ha quedado ligado para siempre a Salamanca, como el de Unamuno o Fernando de Rojas. Lo que natura non da Salamanca non presta.

    Tripulando el barco

    La llamada de la Real Academia llegó un día de 1991 e ingresó en mayo de 1992. “Al poco de ingresar, la Academia se encontraba sin secretario, ya que José García Nieto (quien ejercía entonces este cargo) tenía problemas de salud”. Y de nuevo entra Fernando Lázaro Carreter en su vida, provoca la suma, continúa multiplicando. El por entonces presidente de la Academia le propuso a García de la Concha que fuera él quien asumiese el puesto. Al poco tiempo de convertirse en secretario, Lázaro Carreter enfermó y estiró sus manos para pedirle al maliayo que él fuera sus brazos. “Me pidió que colaborara para realizar el programa de reforma. Todo era planificado por Lázaro, pero el que lo ejecutaba era yo; él ni siquiera podía viajar”. Cuando terminaron los dos periodos como director de Carreter, la Academia pensó que habíaa que dar continuidad a esos proyectos. Desde 1999, Víctor García de la Concha dirige y tripula la Real Academia, enarbolando un legado que ha hecho suyo.

    “Recuerdo que, hablando con Fernando, me dijo dos cosas: la primera, consolida la situación económica”. Durante la dictadura, la institución pasó momentos de pobreza absoluta, ya que la Academia se negó a que Franco destituyera a los académicos republicanos en el exilio. “ Y la Academia lo pagó con la restricción de las subvenciones”. García de la Concha logró enderezar el timón y llenar lentamente las arcas; sin remos un barco no puede navegar. En la actualidad trabajan en la RAE unas 70 personas de forma permanente (filólogos, gramáticos…), y en distintos proyectos unas 35 empleados. Salvado el primer escollo. “La otra cosa que me dijo Fernando fue: América”. Lázaro Carreter, por problemas de movilidad, no pudo llevar a cabo ese proyecto. Sería García de la Concha quien iba a empezar a volar y a unir, a tejer y remachar. Y América, esa palabra. Esos millones de palabras.

    América.

    Al día siguiente de ser elegido director, Víctor García de la Concha tenía 39 de fiebre. La gripe nunca pregunta cuándo puede presentarse.Casi con el termómetro bajo el brazo, el nuevo director recibió una importante invitación: el Rey le llamaba a su despacho particular para felicitarle. “Para el Rey, la Academia es una institución familiar. Hay que recordar que es patrono constitucional de la Academia, y es un cometido que ejerce con dedicación y cariño”. La primera recomendación que el Rey le hizo a García de la Concha fue la misma que la de Lázaro Carreter: América. Esa palabra. “Me comentó que había que fomentar las relaciones con América. Me dijo: avísame, que abro las puertas y hablo con quien sea”.

    Comenzó así Víctor García de la Concha a visitar los 19 países iberoamericanos (que, junto a España, Norteamérica y Filipinas, forman la Asociación de Academias de la Lengua Española). Fue el primer director que las visitaba de forma oficial. “Esto permitió esa realidad que es hoy la Asociación de Academias de la Lengua. Una gran institución de servicio a la lengua, envidiado por países como Francia y Alemania”.

    Fue en 1951 cuando Miguel Ángel Alemán Valdés, presidente de México, decidió convocar el I Congreso de Academias con el propósito de trabajar en unión por la integridad y crecimiento del idioma español. En esa ocasión, la Real Academia Española no pudo acudir, puesto que Franco volvió a poner la condición de que rompieran la relación con los académicos en el exilio. Pero en 1956, el II Congreso se celebró en Madrid y España se resarció. “Dámaso Alonso pronunció un fantástico discurso en esa ocasión, un discurso revisionista, en el que pedía la creación de centros de estudio y la lucha por la unidad de la lengua”. Víctor García de la Concha explica de nuevo las malas condiciones en las que se encontraba la Academia durante la dictadura franquista y cómo en esos años no había medios y “existían otras cosas en las que pensar”. La verdadera colaboración entre las Academias llegó con él, en los 80, cuando comenzó a existir esa voluntad y se consiguió, según sus propias palabra,s “gracias al Rey y a las comunicaciones día a día.” Llevan 11 años de trabajo continuo, de acción conjunta, que ha dado frutos como la “Nueva Gramática”, una obra monumental de 3.000 páginas, que refleja el español total, un mapa en relieve del mundo hispanohablante, que contiene la norma común y las variedades de cada lugar, atendiendo al español vivo de hoy en día sin perder la tradición. “Son obras comunes y tenemos que ser consecuentes” explica De la Concha. “Los acuerdos son por mayoría democrática , y también el reparto de los beneficios económicos. La lengua es un patrimonio común de 20 países, de los cuales España es sólo la décima parte.” El maliayo se muestra inmensamente agradecido por la ayuda que supuso el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2000 a la Asociación de Academias de la Lengua Española con motivo de sus esfuerzos de colaboración y consenso. “Vinieron los de todas las Academias, y entre todos se levantó la escultura de Miró. Los acdemícos asumieron este premio como una ratificación, como un seguid así que estáis en buen camino

    Más del 80 por ciento de su trabajo diario lo dedica a América. “El ser director de la RAE también implica ser el presidente de la Asociación de Academias, lo que me da la responsabilidad de cada una” explica De la Concha. Una de sus funciones, por ejemplo, es asegurarse de que las Academias tengan una buena sede, una casa que acoja todas las palabras para que no se queden huérfanas. En Honduras, el huracán Match segó el país, y con él la sede de la institución. Lo mismo ocurrió en El Salvador. “Hablé con los presidentes, a ver si podían darle a la Academia un edificio con cierta nobleza”. Y lo consiguió; De la Concha logró rehabilitar espacio para las palabras y hoy en día, en estos países se encuentran en espléndidos edificios. Así como también en Ecuador, o en Costa Rica, donde la Academia de la lengua se aloja en un preciso edificio que antiguamente era la estación del ferrocarril. “Pero no solamente trabajamos en lo material” añade. “Los presidentes deben ayudar en proyectos, en posibles dificultades”. Aquel niño que veía en una pizarra de Villaviciosa a don Quijote y Sancho explica que jamás ha tenido ninguna traba, a pesar de las diferencias políticas de los países entre sí. “La lengua nunca tiene problemas” afirma, y ésta es la bandera con la que se mueve por el mundo. “Incluso fui a Cuba y logré que Fidel Castro dotara a la Academia con una sede, y no hubo ninguna complicación”. “La lengua está por encima de las diferencia políticas” vuelve a recalcar, “y ayuda a la diplomacia y al entendimiento”.

    La fábrica de diccionario

    García de la Concha confiesa que la “Nueva Gramática” ha tenido una acogida extraordinaria e impensada. Previamente había realizado el “Diccionario Panhispánico de dudas”. Como al día recibían entre 400 y 500 cuestiones que intentaban contestar, como mucho, cada 24 horas, tomaron la decisión de hacer ago al respecto. Y así nació este diccionario. “Decidimos sentarnos y consensuar las 8.000 dudas más frecuentes. Los periódicos hispanohablantes lo han aceptado como norma”.

    Ahora mismo están preparando una nueva edición de la “Ortografía”, “muy completa, muy al detalle”. En la Academia se realiza un trabajo titánico, diario e imparable. “Llevamos a cabo la tarea cotidiana de la actualización del diccionario” relata de la Concha. “Las distintas comisiones se reúnen los jueves, que es el día central. Pero tanto nos desborda el trabajo, que hemos tenido que crear un Centro de Estudios de la RAE, que es donde están las verdaderas fábricas de producción”.

    La más alta distinción de la Casa Real

    A Víctor García de la Concha le brillan los ojos, sonríe, se azora, se le entrecruzan la humildad y la felicidad cuando le hablan del Toisón de Oro, la más alta distinción que concede la Casa del Rey, y con la que acaba de ser distinguido en reconocimiento a su entrega al servicios de España, de la Corona y la unidad de la lengua española. El director de la Real Academia y Javier Solana son los únicos en toda la historia que ostentan este galardón sin poseer ningún título nobiliario. Tras Torcuato Fernández Miranda, duque de Fernández Miranda y presidente del Gobierno en 1973, es el segundo asturiano que lo consigue. “Fue una cosa de sorpresa absoluta. Inesperada, insospechada” relata García de la Concha. “Se produjo con una llamada directa del Rey. Quedé sin palabras. Creo que es un exceso de generosidad por parte de Su Majestad, ya que yo no hice más que lo que me pidieron: cuidar de América. Si alguien tiene algo que agradecer es la Real Academia a la Corona. Siempre están con nosotros cada vez que presentamos un proyecto, y si no son los Reyes, son los Príncipes. La protección, el apoyo de la Corona es constante. Por eso, si alguien debería dar un premio, sería yo al Rey y no al contrario.”

    La biblioteca, el universo

    A Víctor García de la Concha le premia el Rey, pero él mismo también es un soberano. Un soberano sin corona ni cetro pero con miles de súbditos (las palabras) y un hermosa palacio (la sede de la Academia). Junto al Museo del Prado se encuentra esta casa de letras, y puntos, y comas, y hojas, y tintas. Magníficas escaleras, altísimos techos, suelos de palacio, alfombras, vidrieras, maderas, y hasta el mismo ascensor está hecho con “un mimo especial”, cuidando cada detalle. Víctor García de la Concha también es en parte responsable, y si de algo se siente orgulloso es de haber restaurado las bibliotecas. Porque este edificio sin bibliotecas, sería como una casa sin camas o sin luz. Entrando en ellas uno se siente un poco Borges, que creaí ver el universo entre las estanterías de libros. Y tal vez sea así. “En los años 60” explica García de la Concha “la Academia era muy pobre, pero seguía llegando libros. Así que se deshicieron de las estanterías de madera antiguas, y las cambiaron por metálicas, que entraban más volúmenes”. El director de la RAE se propuso recuperar aquellas estanterías, y las fue rastreando hasta encontrarlas en un colegio mayor de Alacalá de Henares. Restauradas, vuelven a estar en su sitio. Retorna el trono al palacio.

    Presidente de la Fundación Cardín, profesor, investigador, escritor, catedrático en la Universidad de Salamanca durante 30 años, guionista de la serie televisiva “Teresa de Jesús”, autor de obras como “Nueva lectura del Lazarillo de Tormes”, director de la revista “Ínsula”, de las colecciones “Austral” y “Clásicos Castellanos”, Doctor Honoris Causa por media docena de universidades, Medalla de Plata del Principado de Asturias, Premio Fernando Lázaro Carreter, Toisón de Oro, director de la Real Academia, verdadero motor de unión del español en el mudno… y esto sólo es un nimio resumen. Todas estas cosas suelen decirse al principio, para que uno tenga en cuenta a quién va a escuchar. Pero tal vez con Víctor García de la Concha sea mejor así; que estemos dispuestos a escucharle de la misma forma que él habla, con cercanía, limpieza, fijación y esplendor. Porque este hombre ha unido un legado increíble como es nuestra lengua, ha puesto a millones de personas de acuerdo, ha roto y triturado fronteras, ha demostrado que la lengua es un arma para la diplomacia, y en definitiva, Víctor García de la Concha nos dice que el habla está viva y hay que cuidarla encendiendo velas por las noches y abriendo ventanas por el día.

    lunes, 1 de marzo de 2010

    LA NIEVE EN BUENOS AIRES

    Cuando Martín Filomena vio la nieve por segunda vez en su vida pensó que al fin había venido a buscarle la muerte y se dispuso a ponerse su mejor traje.

    Apoyó su mano temblorosa en el bastón y fue con sus pasos pequeños hasta el armario, tratando de no hacer ruido para que su nieta no se enterase, porque había cosas que un hombre necesitaba hacer solo. Como por ejemplo, prepararse para morir.

    Martín había conocido el mundo con la nieve, fue su primer recuerdo de aquella vida tan larga. Apenas tenía tres años cuando su madre le cogió de la mano y le sacó al patio para que jugara con aquel hielo que lentamente caía del cielo en forma de lágrima. Martín resbalaba con la nieve y tropezaba con sus propias piernas que aún no sabían muy bien cómo caminar. No era más alto que un saquito de castañas. Desde entonces, desde hacía 89 años, no había vuelto a nevar en Buenos Aires. Y él lo sabía muy bien porque en todo este tiempo no había abandonado la ciudad ni un solo día. Martín sabía que la tierra era redonda, y por lo tanto así debía de ser la vida, que acaba igual que empieza. Y celebró rendirse a la muerte de una forma tan coherente.

    Cuando su nieta Marcela salió del baño, se encontró con su abuelo en la habitación mirando por la ventana semidesnudo, con los pantalones por la rodilla y la camisa de los domingos sin abrochar. “Abu, ¿querés algo?”. Y sí quería. Quería que su nieta le diera la mano para salir al patio. Pero no para sostenerlo, sino para que fuera su pareja de baile. Porque Martín Filomena comprendió que las cosas que nos hicieron felices vuelven no para alejarnos, sino para acercarnos aún más a la vida. Y la nostalgia le pudo más que la vejez. Quería salir con su nieta a bailar bajo la nieve para celebrar el milagro loco que es vivir.