miércoles, 25 de enero de 2012

OSCARS, POLVOS DE HADA


“Si acaso quieres volar, piensa en algo encantador, como aquella Navidad en que viste al despertar juguetes de cristal. Volarás, volarás, volarás”. Ésta era la canción que iban entonando los hermanos Darling y Peter Pan mientras sobrevolaban Londres. Es decir: ten un pensamiento feliz y tus pies se elevarán del suelo. Al preguntarle a alguien, por muy adulto que sea, qué pensamiento feliz escogería para volar, la inmensa mayoría elegirán uno de su infancia. Tal vez porque es la edad más mítica, más mitómana, más feliz sin ambages, más voladora. Y esto, precisamente esto, es lo qur ha venido desarrollando con un éxito fulminante la industria de Hollywood: atacar y seducir al niño, al mitómano, al volador que todos llevamos dentro. Steven Spielberg lo ha hecho como nadie. Los Oscars también continúan esta estela: son polvos de hada
cubiertos de glamour.
Sí, lo sabemos. Estamos al tanto de que en esta ceremonia se comenten más injusticias que en Guantánamo (salvando las distancias), que rara vez se le da a quien se lo merece, que todo es una argamasa de dinero, publicidad y productoras; un camelo al fin y al cabo y una glorificación de la sociedad globalizada, que rara vez defiende al cine que lo vale. Sí, lo sabemos. Pero no hay cinéfilo que se preste que no se pirre por unos buenos Oscars. Es como el melómano que le encanta cantar a voces, de vez en cuando, una canción hortera. Es, repito, el cuento de hadas que Hollywood lleva 80 años vendiéndonos. Incluso hay una alfombra roja que recuerda a aquella mágica y voladora de “Las mil y una noches”, un maestro de ceremonias al más puro estilo de “El mago de Oz”, y un elenco de estrellas divinizadas que parecen representar los nuevos dioses del Olimpo. Imposible no caer en la tentación. Todos hemos soñado con recibir un Oscar, mucho más que un premio Nobel, aunque seamos médicos, taxistas, pintores o recaudadores de impuestos. Es esa sensación pletórica y luminosa. Como todos, alguna vez, hemos soñado con ser la Cenicienta y que vengan a encajarnos el zapatito de cristal.
Pero lo mejor de estos premios es, sin duda, todos los preparativos, costumbres y tradiciones que acumulamos para verlos. Porque de los Oscars, como casi todo, no se disfruta solo, sino en compañía. Hay grupos de amigos que, durante años, hacen quinielas sobre quiénes se llevarán la estatuilla y que van al cine con la plantilla en la mano únicamente para saber qué candidato marcar. Los hay que pasan esa noche en blanco reunidos alrededor del televisor de un bar o del salón de un amigo que tenga Canal +, armados hasta los dientes de cerveza y patatas fritas (toma glamour). Y, cuando el Canal + falla, se escuchan por la radio, sentados en la cama para no caer en la tentación del sueño, y con el móvil o el ordenador cerca para hincharse a mandar mensajes. Es una ceremonia muy cotilla, como toda buena gran fiesta.
Los Oscars, además, son un tema de conversación recurrente. Suelen surgir en cenas y cafés. Y lo impresionante es que nunca se cansa uno de repetir lo mismo: cómo pudo ganar la banda sonora de “Alrededor de la medianoche” en vez de la de “La Misión”, a Russell Crowe se lo dieron precisamente por su peor interpretación, no se puede entender que Ed Harris o Alfred Hitchcock jamás hayan ganado uno… y así una larga lista. Las injusticias (infinitas) de los Oscar traen más cola que el cometa Halley.
Pero una noche con Óscars recordemos que es como una mañana de Navidad que al despertar nos encontramos con juguetes de cristal, una ilusión creada, un ataque directo al mitómano que lloró con la muerte de Marilyn y que empapela su casa con carteleras de cine, un reclamo para los niños grandes que quieren ser Cenicienta y han engordado comiendo palomitas en las butacas observando todo aquel mundo de colores inalcanzable como el Olimpo. Volarás, volarás, volarás.