EL MAR LLAMA A LA VENTANA
Como otros tantos días de aquel verano, se encontró la habitación llena de agua. El cuarto estaba empapado, se habían mojado todos los enseres, la ropa, los relojes. Se detuvo el tiempo con la humedad.
Los pasos por la habitación encharcada sonaban como si estuviese pisando ranas. Sonrió pensando que tal vez se encontrara con una sirena. Tal vez, al fin, un poco de buena suerte, que ya iba siendo hora. Sudamérica no tenía buena suerte con sus políticos, ni Elizabeth Taylor con sus maridos, por no hablar de Carlos Saínz y sus coches, así que no veía por qué no le iba a tocar a él un poco… Pues no, el pequeño maremoto no dejó en su cuarto ningún ser mitológico.
Achicar agua, limpiar los objetos, secar las ropas, llorar por las hojas perdidas. Ya se sabía la lección. Veranear al lado del mar cuesta un precio, como todo, pero ya era la quinta vez en un mes que se le inundaba la habitación. Tal vez, demasiada mala suerte, tal vez. En la bahía había cuatro casas separadas con una distancia prudencial, pero el mar sólo golpeaba la suya. Parecía que las olas se levantaban para entrar furiosamente en su cuarto. Abrían la ventana de un golpe y la habitación se llenaba de espuma. Su ex mujer le repetía continuamente que era un paranoico, un loco, que no sabía afrontar sus problemas y que refugiarse de ellos comprándose una casa en un pueblo costero abandonado de la mano de Dios no era ninguna solución. Mala suerte, siempre la maldita mala suerte.
A él le gustaba el olor a salitre cuando se despertaba. Por las noches se sentaba en el porche releyendo libros que en su juventud le habían gustado, como si en ese gesto resucitase a aquel que fue. Mientras leía escuchaba el sonido del mar, en el que, de vez en cuando, creía distinguir voces de mujer que parecían llamarle. Le gustaba más aquella alucinación que el verdadero rugido de las olas. Así se sentía menos solo.
Cuando hacía mal tiempo, cuando se producían aquellos días tristes que entorpecían el verano, se acercaba hasta la playa para disfrutar de la soledad de la arena mientras llueve. Eran los pequeños lujos de vivir junto al agua ... Aún así, odiaba profundamente que el mar atacara su casa como si ésta fuera una presa fácil. Maldita mala suerte.
Al caer la tarde, cansado de tanto guardar, limpiar, tirar..., se sentó en la silla de madera mojada y encendió un cigarro. Traigamos el fuego entre el agua, pensó. Una vez satisfecho, cuando tiró la colilla al suelo empapado apagándola, y decidió continuar con la tarea, se dio cuenta de que el armario del fondo se movía, el mueble parecía tener espasmos, la puerta estaba un poco abierta., ¡Dios, otra vez la paranoia!, se lamentó… al ver que los golpes seguían y seguían, no pudo reprimir su curiosidad, y chapoteando con los pies, se acercó lentamente… Al abrir del todo el armario, casi se muere del infarto al descubrir una enorme y plateada cola de pescado, un ombligo, unos ojos humanos, una boca sonriendo, unos pechos cubiertos de dos conchas bajo los que latía un corazón loco de contento.
-Al fin conseguí entrar-dijo ella.
jueves, 13 de agosto de 2009
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