jueves, 17 de junio de 2010

ESCUCHAR A LOS VIVOS

Memoria histórica es un concepto que últimamente encontramos en cada página, en cada canal, que lo emplean los comentaristas de fútbol para hablar de Garrincha, los políticos para discutir sobre la Guerra Civil y hasta los quiosqueros para vender pipas. Memoria histórica es un término que parece antiquísimo, sin embargo es un invento del siglo XXI, como el plasma o el papel impermeable. Suena un poco a alcanfort y un poco a enciclopedia, un poco a catacumba y un poco asignatura de Derecho Romano. Pero sobre todo suena a muerto. Y debería ser todo lo contario: sonar a vivo. Tener la memoria tan presente como el pan de cada día y no reservarla para ocasiones especiales. No resucitar el pasado, sino no llegar a matarlo nunca. No honrar a los difuntos, sino haberles respetado en vida. Pierre Nora, el historiador francés que acuñó este término que ahora se repite en todas las lenguas del mundo, quería que los pueblos rescataran de las catacumbas del olvido un pasado que había sido tratado con desprecio, valorarlo justamente, y aprender de él. En definitiva, que los del presente corrijan los errores de sus antepasados, para que nuestra historia no tenga parches ni mutilaciones, ni las tengan las personas que sufrieron sus embistes, o al menos que dejen de sangrar estos tajos, estas heridas. Pero el término memoria histórica no implica que estas llagas se dejen de producir, sólo que se restauren.

Un pueblo sin memoria no es más que un cachivache. Un niño en pañales, un amnésico que tropieza con todas las paredes y siempre siente que le falta algo. Pero un pueblo sin presente es un arma aún más peligrosa. Es imprescindible hacer las paces con nuestro pasado, saber por qué estamos como estamos y somos como somos. Aunque lo que no debemos hacer es honrar únicamente nuestros recuerdos. ¿De qué nos sirve desenterrar a los muertos si no somos capaces de escuchar a los vivos? Es espeluznante pensar que hubo gente que esperó cuarenta años con la azada debajo de la cama para poder cavar en la tierra y sacar a sus familiares de allá dentro. La misma noche que murió Franco muchos se tiraron al monte, linterna en mano, a rescatar los huesos de las personas a quienes amaron. Pero también es pavoroso olvidar en vida a nuestros ancianos, no preguntarles por su historia, no saber cuál es la nuestra porque desconocemos cuál es la suya. Y lo cierto es que, por muy duro que resulte, a los viejos no se les escucha.

La sociedad honra a los jóvenes que fueron, los duros años que les tocó vivir, pero se olvida de los ancianos que hoy en día son. En el siglo de la comunicación, resulta que es cuando estamos más incomunicados: apenas hablas con quien duerme en el cuarto de al lado, pero puedes ver la fiesta de cumpleaños de alguien que vive en Mongolia. Los cursos para Internet destinados a personas mayores cada vez son más frecuentes en los centros sociales porque están muy solicitados. Ellos también quieren ser parte del mundo y que se les escuche. Tal vez coincidan en un chat con alguno de sus nietos y puedan hablar con ellos. Y, sin embargo, ¿cuántas páginas web están preparadas para usuarios mayores de 65 años, cuántos programas de televisión, cuántos teléfonos móviles? El mundo crece de espaldas a ellos. Anuncian consolas para que los mayores jueguen con ellas y activen sus memoria, pero una buena charla siempre constituye el mejor remedio para activar el cerebro, y de paso el corazón. Aunque siempre hay quien prefiere comprarles maquinitas, darles dos besos fugaces, ponerse los cascos de música, y luego leer en un suplemento dominical un reportaje sobre los represaliados de la Guerra Civil que le emociona hasta las lágrimas.

No olvidemos a nuestros mayores, no esperemos a rendirles un homenaje años después, no les convirtamos en futura memoria histórica. Sobre todo porque ésta es muy delicada y a veces se rompe únicamente con soplarla. Un ejemplo: hace algunas semanas, en un programa de televisión, ninguno de los encuestados supo decir ni uno solo de los siete padres de la Constitución. Ni uno solo. Y todos los encuestados pasaban de los 40 años de edad. Tal vez dentro de dos décadas sí que lo sepan, sí que los rescaten del olvido, cuando ya no quede ninguno de ellos al que dar las gracias.

Hablamos constantemente de aquella España que fueron dos, de aquel tajo que dividió el país y que lo fue matando, sin embargo los políticos de hoy se empeñan en odiarse sin respetar al adversario. Hablamos constantemente de los terroríficos campos de concentración que albergaba Alemania, sin embargo los adolescentes españoles cada día son más racistas, más agresivos. Hablamos constantemente de la avaricia de Somoza y del resto de dictadores de América Latina, sin embargo estamos en la crisis que estamos porque unos pocos quisieron tener más riquezas de las que ya acumulaban.

Recordar, en latín, significa literalmente volver a pasar por el corazón. Y que siempre vuelvan, pero sobre todo, que pasen y se queden. No esperemos a tener recuerdos; vivámoslos ya. Que la obsesión por el pasado nos enseñe que hay que estar pendiente del presente.

martes, 8 de junio de 2010

Nueva crítica de "los libros luciérnaga":


Al ganar esta obra, en enero de 2009, el IX Premio Internacional de Novela Alarcos y saltar a la fama, la gente, los críticos literarios, los entrevistadores y la prensa comenzaron a utilizar, para definirla, el término de “novela fragmentaria”.
Un fragmento es un trozo irregular de algo que se ha roto. Se podría decir que el escritor tiene algo bello, como un jarrón, por ejemplo, y lo arroja al aire, de tal modo que cae y se descompone en un montón de trozos (capítulos) diferentes. Así, ofrece esos fragmentos al lector, se los va proporcionando poco a poco. A veces, en un orden sistemático; otras, de un modo caprichoso. El lector se encargará de unir esos fragmentos de nuevo para entender la obra. Para volver a contemplar el jarrón.

Y sin embargo, yo no creo que se la más exacta. No me apetece hablar de fragmentos después de leer “Los libros luciérnaga”, sino que me vienen a la cabeza unos hilos.
Así, tendríamos en nuestras manos tres filamentos, tres hebras, tres historias. Por un lado, a Ulises Font y su hermano Melquiades Espí, un librero, ambos tratando de resolver un misterio, de encontrar un códice, mientras se redescubren, se sopesan, se recuerdan y se vuelven a encontrar.
Por otro, a Felipe, el chico que, en palabras de su autora, soñaba con hacer una revolución y acabó montando un bar (el Gato en el tejado) pero ha dejado muchos nudos sin deshacer en Fenexía.
Y finalmente tenemos a Lucía, la escritora, la Jezabel particular de Pian, la chica encerrada en el cuarto de la plancha que huye de un falso ángel exterminador.
Estos tres hilos se van superponiendo, se alternan, nos trenzan un telar. Las líneas se entrecruzan, se cubren, pero nunca se separan. No son cruces aleatorios, no buscan trampa ni están enlazados al azar. Los hilos siguen el patrón, y por muy caprichosos que parezcan en realidad son tejidos en el momento oportuno.
Al llegar al final lo entenderemos todo, así como has de esperar al final del telar para ver la imagen que han tramado.
Y todos los misterios quedarán resueltos, las incógnitas descubiertas, las preguntas contestadas. Sabremos qué pasará en la vieja tienda de libros, en el Gato en el Tejado, en el cuarto de la plancha de Cardiff, en la contraportada de un viejo diccionario de latín.
Nos gustará el telar; lo llevaremos encima durante mucho tiempo, no sólo en las noches frías, sino sobre todo, en las tardes de domingo.
Han de leer el libro para saber porqué.