martes, 7 de febrero de 2012

10 CORSARIOS


Cuando Julio Cortázar comenzó a escribir sobre jazz, la crítica de su tiempo se le echó encima alegando que era algo vulgar y poco literario. Ahora pocas cosas son más literarias que el jazz. La prosa se crea, se inventa, se renueva, la auténtica literatura es la que crece con su tiempo. Lo único antiliterario es quedarse estancado.
Bajo esa premisa, Tito Montero esboza una historia contemporánea, un retrato tan actual y vivo de nuestro tiempo como un periódico digital que renueva noticias cada dos por tres. Unos diálogos que están más en la calle que en el papel, una prosa sin condescendencias, una literatura rápida, descojonante, negra y con sabor a cigarrillo. '10 corsarios' es una novela policíaca y suburbana, de programas de televisión y soberanos pares de tetas, de la soledad del escritor y del hastío del policía, de piratas y de transeúntes.
La crítica voraz a los intelectuales de nuevo cuño, gafas de pasta, suplemento dominical y snobismo excarcelado; el sexo sin tapujos, a veces con cheque y otras con ganas (bravo por no castrar sexualmente a las mujeres, como si no tuvieran fantasías sexuales o no supieran disfrutar de la felicidad de correrse tras una noche de juerga); la mugre que envuelve a la Policía Nacional; las feroces campañas de marketing que valen más que lo que promocionan; las tripas de una ciudad.'10 corsarios' es, en definitiva, como una herida abierta a la que se echa sal y escuece.
Rápida, intensa e intrigante, '10 corsarios' es el tipo de libro que uno desea tener en un aeropuerto para olvidarse del viaje. Y si cuando se llega a Tapei aún no se ha acabado, se terminará sobre la cama del hotel sin haber deshecho ni siquiera la maleta. Se consume a la velocidad de los cigarrillos.
Imagínense una puta, una calavera en una bandera negra, la felicidad de una caña bien echada, un monólogo en la televisión, una bomba que revienta una tertulia literaria, una pistola del siglo XVIII, un viejo policía que despierta, unos crímenes que nadie entiende, el Hotel de Las Letras con una alfombra de sangre a la entrada, un libro que nadie quiere publicar.

Imagínense tomar de un solo trago un café negro, una copa de bourbon, un vaso de vino peleón. Es rápido, te despierta, te excita, te revuelve las tripas; es adictivo. Imagínense este sabor en la boca.

Imagínense una cuenta atrás. Y de repente todo comienza.

Bien, acaban de empezar a imaginarse “10 Corsarios”. A partir de aquí siguen solos. Abróchense los cinturones y buena lectura. No se molesten en relajarse; esa sensación no les va a durar mucho.

miércoles, 25 de enero de 2012

OSCARS, POLVOS DE HADA


“Si acaso quieres volar, piensa en algo encantador, como aquella Navidad en que viste al despertar juguetes de cristal. Volarás, volarás, volarás”. Ésta era la canción que iban entonando los hermanos Darling y Peter Pan mientras sobrevolaban Londres. Es decir: ten un pensamiento feliz y tus pies se elevarán del suelo. Al preguntarle a alguien, por muy adulto que sea, qué pensamiento feliz escogería para volar, la inmensa mayoría elegirán uno de su infancia. Tal vez porque es la edad más mítica, más mitómana, más feliz sin ambages, más voladora. Y esto, precisamente esto, es lo qur ha venido desarrollando con un éxito fulminante la industria de Hollywood: atacar y seducir al niño, al mitómano, al volador que todos llevamos dentro. Steven Spielberg lo ha hecho como nadie. Los Oscars también continúan esta estela: son polvos de hada
cubiertos de glamour.
Sí, lo sabemos. Estamos al tanto de que en esta ceremonia se comenten más injusticias que en Guantánamo (salvando las distancias), que rara vez se le da a quien se lo merece, que todo es una argamasa de dinero, publicidad y productoras; un camelo al fin y al cabo y una glorificación de la sociedad globalizada, que rara vez defiende al cine que lo vale. Sí, lo sabemos. Pero no hay cinéfilo que se preste que no se pirre por unos buenos Oscars. Es como el melómano que le encanta cantar a voces, de vez en cuando, una canción hortera. Es, repito, el cuento de hadas que Hollywood lleva 80 años vendiéndonos. Incluso hay una alfombra roja que recuerda a aquella mágica y voladora de “Las mil y una noches”, un maestro de ceremonias al más puro estilo de “El mago de Oz”, y un elenco de estrellas divinizadas que parecen representar los nuevos dioses del Olimpo. Imposible no caer en la tentación. Todos hemos soñado con recibir un Oscar, mucho más que un premio Nobel, aunque seamos médicos, taxistas, pintores o recaudadores de impuestos. Es esa sensación pletórica y luminosa. Como todos, alguna vez, hemos soñado con ser la Cenicienta y que vengan a encajarnos el zapatito de cristal.
Pero lo mejor de estos premios es, sin duda, todos los preparativos, costumbres y tradiciones que acumulamos para verlos. Porque de los Oscars, como casi todo, no se disfruta solo, sino en compañía. Hay grupos de amigos que, durante años, hacen quinielas sobre quiénes se llevarán la estatuilla y que van al cine con la plantilla en la mano únicamente para saber qué candidato marcar. Los hay que pasan esa noche en blanco reunidos alrededor del televisor de un bar o del salón de un amigo que tenga Canal +, armados hasta los dientes de cerveza y patatas fritas (toma glamour). Y, cuando el Canal + falla, se escuchan por la radio, sentados en la cama para no caer en la tentación del sueño, y con el móvil o el ordenador cerca para hincharse a mandar mensajes. Es una ceremonia muy cotilla, como toda buena gran fiesta.
Los Oscars, además, son un tema de conversación recurrente. Suelen surgir en cenas y cafés. Y lo impresionante es que nunca se cansa uno de repetir lo mismo: cómo pudo ganar la banda sonora de “Alrededor de la medianoche” en vez de la de “La Misión”, a Russell Crowe se lo dieron precisamente por su peor interpretación, no se puede entender que Ed Harris o Alfred Hitchcock jamás hayan ganado uno… y así una larga lista. Las injusticias (infinitas) de los Oscar traen más cola que el cometa Halley.
Pero una noche con Óscars recordemos que es como una mañana de Navidad que al despertar nos encontramos con juguetes de cristal, una ilusión creada, un ataque directo al mitómano que lloró con la muerte de Marilyn y que empapela su casa con carteleras de cine, un reclamo para los niños grandes que quieren ser Cenicienta y han engordado comiendo palomitas en las butacas observando todo aquel mundo de colores inalcanzable como el Olimpo. Volarás, volarás, volarás.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

BREVE BIOGRAFÍA DE ALBERT EINSTEIN

De niño, Albert Einstein era conocido por la niñera de su familia como "el bobo". Todos pensaban seriamente que era retrasado. Nunca tenía la mente donde debía. Con la boca abierta y los ojos idos, el niño Einstein se preguntaba cómo sería la luz vista por alguien que pudiera montarse sobre los lomos de un rayo. El adulto Einstein encontró la respuesta, que resultó ser la teoría de la relatividad.

Todo empezó cuando tenía cinco años y su padre le regaló una brújula, aunque no tuvieran barco ni esperaran perderse. Aquel día Albert estaba enfermo y no había podido ir al colegio, así que, transformando sus ojos en unas lupas, se puso a examinar minuciosamente el regalo. Nada tocaba la aguja, y aun así, apuntaba siempre al Norte. Entonces se dio cuenta de que algo invisible debía dominar no sólo su dormitorio, sino también el resto del universo.

No había maestro que mandara sobre él, ni voz, ni ejército, ni dios conocido. A los seis años su madre le regaló unas clases de violín. Al principio, el pequeño Albert se rebelaba contra la disciplina mecánica que el profesor trataba de imponerle, pero, tras escuchar las sonatas de Mozart, entendió que allí, como en la física, se encontraba encerrada la belleza del universo. Estaba convencido de que tanto Mozart como Bach no creaban: encontraban. Traducían en notas lo que flotaba en el aire y su música no era otra cosa que el sonido de las esferas. A partir de entonces siempre llevaba en el bolsillo las cuerdas y las partituras, lo que le haría concertar citas para tocar a dúo con la reina de Bélgica o subir corriendo con su violín a la casa de una vecina anciana porque había escuchado tras las paredes unas notas de piano.

Cuando Einstein imaginaba, el mundo se podía a temblar, y a imaginación no le ganaba ni Verne ni el dios de los cristianos. Se le ponían de punta sus pelos locos cuando oía a alguien decir “como todo el mundo sabe”, y vivía poniendo en duda cualquier cosa, haciendo que el universo se pusiera patas arriba. Negándose a estudiar repitiendo fórmulas como un papagayo, se ganó a pulso unas notas mediocres en la Escuela Politécnica de Zurich y el odio de todos sus profesores. Einstein imaginaba e imaginaba, y en una de sus ensoñaciones, con los ojos llenos de cosmos, se preguntó cómo vería un rayo una persona sentada en el andén de una estación y otra que viajaba en el interior del tren.

Renunció a su país porque estaba lleno de balas y uniformes, renunció a la religión porque mandaba y exigía: renunció a todas las autoridades que podían existir. Se consideraba judío porque decía que era como pertenecer a una tribu, aunque nunca compartió ninguna de las creencias de su pueblo, sólo el sentimiento de pertenencia que te une a la lumbre de tu cocina cuando eras niño.

En Suiza pasaba las tardes fumando con sus amigos en los cafés, debatiendo hasta la madrugada, acompañado de su cerebro, la pipa, y el violín, que solía sacar ya avanzada la noche. En verano iban en ocasiones a ver el amanecer desde lo alto de una montaña a las afueras de Berna. Leía a Sófocles y ‘El Quijote’, cabalgando así con sus hermanos perseguidores de imposibles.

Sus familiares y amigos no entendían por qué el atractivo Albert Einstein había elegido amar a Mileva Maric, una desagradable serbia coja de carácter melancólico. Mileva era la única mujer del Departamento de Física y Matemáticas de la Escuela de Zurich. A ambos les unían pasión y pasiones. En un poema que Einstein le dedicó, éste imaginaba que la llama de su pasión mutua hacía arder la almohada de la cama que compartían.

Mileva fue su primera mujer. Con ella tuvo dos hijos a los que les construía juguetes con cuerdas y cajas de cerillas, porque con los objetos más simples podía hacer cosas maravillosas. Su segunda esposa fue Elsa Einstein, su prima, vieja, oronda y viuda, con quien compartía el sentido del humor y los pelos grises y disparatados.

El repudiado Einstein sólo logró encontrar trabajo en la Oficina de Patentes de Zurich, y además fue por enchufe. Desde la ventana de su despacho veía la torre de un reloj que le hacía pensar constantemente en el tiempo. El tiempo, la luz, cabalgar sobre un rayo, el andén y los trenes, el teorema de Pitágoras, la música de Mozart. En aquella pequeña oficina el universo entero con todos sus misterios giraba alrededor de la cabeza de Einstein como lo hacen los electrones alrededor del núcleo de un átomo.

Y mientras Albert el bobo deshacía todo lo que existía sobre física, Freud desarmaba la mente humana, y Picasso descomponía la realidad en cubos. El mundo, y la forma de verlo, estaba cambiando.

Tras la teoría de la relatividad, llegó a Estados Unidos y se encontró con una banda de flautines y tambores y una muchedumbre con pancartas que le aclamaba. Adoraba aquel país libre y alejado de una Europa encadenada. Allí vivió hasta su muerte, en un despacho de Princeton, sacando tiempo para cualquier alumno que le preguntase, olvidándose las llaves, y amparando a los refugiados de cualquier guerra. Pacifista convencido, había luchado contra la Primera Guerra Mundial y tratado de convencer a los científicos de que la ciencia y la guerra eran rivales y contrarias. En la Segunda Guerra Mundial no le quedó otro remedio que asegurar que había que defenderse. Al sabio más sabio de los sabios se le quedaron los ojos más tristes del universo después de que tiraran la bomba atómica. Aunque él no lo había hecho, sintió como si fuera su propia mano la que activara el botón, porque sin sus descubrimientos nunca hubiera sido posible. En aquellos momentos deseó haber sido fontanero o flautista, porque de ese modo no sería el responsable de aquel fantasma rojo de la muerte.

Amaba Estados Unidos porque era un país que le dejaba decir lo que le diera la gana cuando le diera la gana. Entonces llegó el senador McCarthy y dijo que Einstein era sospechoso: ese judío que le daba igual el color y el sexo de sus amigos, que su mente racional le impedía entender la segregación, que invitaba a pasar la noche en su casa a los negros que no dejaban entrar en los hoteles, que no podía vivir en un país en el que se negaba la voluntad de mantener y expresar públicamente lo que se pensaba, que se quejaba de las interferencia gubernamentales, desconfiaba de la acumulación de riquezas y era un firme defensor de que en el mundo se abolieran las fronteras. Y el sospechoso no dejaba de hacer que siguieran desconfiando. Einstein exhortó a los intelectuales a negarse a dar testimonio ante el Comité de Actividades Antiamericanas y a prepararse para la cárcel o la ruina económica, porque de no ser así no merecerían nada mejor que la esclavitud que trataban de imponerles.

Pasó sus últimos años trabajando en un imposible: una única respuesta para todas las preguntas. Mirando el humo de su larguísima pipa, emborronando papeles, equivocándose una vez tras otra, llamando a la facultad para que le dijeran su propia dirección porque se había olvidado dónde estaba su casa. El último documento de Einstein que salió a la luz, justo una semana antes de morir, fue una manifiesto que escribió junto a Bertrand Russel a favor de la paz mundial en la era nuclear, su otro caballo alado.

Encima de la mesita del hospital, cuando recogieron las sábanas de la cama ya vacía del físico, quedaron doce páginas llenas de ecuaciones. El 18 de abril de 1955 Albert Eisntein pudo descubrir si la muerte sería más rápida que la luz.

martes, 20 de septiembre de 2011

LOS LIBROS CAMBIANTES

LOS LIBROS CAMBIANTES

Me ha ocurrido algunas veces que un libro que he considerado simple, aburrido o directamente malo, ha cambiado ante mis ojos después de conocer al autor y darme cuenta de que era una excelente persona, que me caía bien, o incluso más que bien. Entonces miro el libro con una piedad que antes no tenía, e intento, casi desesperadamente, buscarle al texto todas las virtudes escondidas, las bondades que encontré en su autor pero no en sus palabras. Y muchas veces, en esta segunda lectura dadivosa, logro hallarlas y me reconforta. En ocasiones ni siquiera me hace falta volver a leerlo: el libro se transforma en mi mente de inmediato.

También me ha ocurrido lo contrario. Enamorarme de libros y luego conocer a su autor, al que yo le suponía la misma luminosidad que sus textos, y decepcionarme diez minutos después de darle la mano. Entonces el libro no es que se me oscurezca, pero sí se me apagan un par de velas.

Libros que han pasado por mí sin pena ni gloria, de repente, por algo que me ha tocado vivir o leer o escribir, vuelven a acudir a mi mente y los redescubro, y, sorprendentemente, me parecen maravillosos y no entiendo cómo he podido pasarlos por alto.

Hay libros que, reconozco, empiezo a leer con muchísimos prejuicios (ya sea por el autor, por el tema o sabe Dios por qué cosa), casi rechinando los dientes al pasar cada página, y he de admitir que la mayoría de las veces los leo para reafirmarme en que, efectivamente, no merecían la pena y así poder criticarlos a gusto. Lo que suele ocurrir cuando cometo este tipo de mezquindades es que al final el libro me acaba gustando. O al menos bastante más de lo que estaba dispuesta a que me gustase, que era nada. Se lee mucho mejor sin expectativas. De la misma forma, cuando abro una obra maestra de la literatura universal me tiemblan hasta las manos, me pongo nerviosa, planeo una fecha y un lugar específico para empezar a leerla, compongo alrededor de esta lectura todo un ritual solemne y me predispongo a la gloria. Y lo que me sucede es que no puedo pasar de la página cincuenta porque me hunde todo este peso que me he puesto a las espaldas y que yo achaco a la novela. Sólo he podido disfrutar de los clásicos (y mucho) leyéndolos como si fueran cualquier otro libro, como si no supiera nada de ellos, ni de sus autores, ni de su importancia, como si fuera una edición de bolsillo que se compra en un aeropuerto para un viaje. Leer por placer. Con esta simple fórmula he conseguido que libros que antes no podía tragar ni siquiera con pan y con vino, me hayan parecido textos no sólo magníficos, sino imprescindibles. Otros no, claro. Otros ni con ésas. Ahí está la gracia.

No hace mucho un amigo me desveló sin pretenderlo el final de un libro que yo estaba leyendo. Le dije que no se preocupara porque las historias cambian según quien las lee, y estaba convencida de que ese libro no terminaría así. Y, aunque cueste creerlo, lo cierto es que no terminó como me habían contado. Pero no es la primera vez que algo así me ocurría. En ocasiones he vuelto a leer textos que no acababan de la misma forma que yo recordaba, porque esta vez su final me pareció feliz, o por el contrario me resultó amargo, e incluso que lograron emocionarme o defraudarme cuando antes no lo habían hecho. Hay textos (y películas) que leo y veo constantemente con la esperanza de que algún día su final cambie. Hay otras obras que, por el contrario, me aterroriza que muten, y de vez en cuando vuelvo a revisarlas (no sin cierto miedo) para asegurarme de que todo sigue ahí.

Los escritores hablan de sus obras y en ellas vuelcan unas intenciones que, muchas veces, a la hora de leer yo no encuentro por ninguna parte y llego a pensar si me habré equivocado de libro (o si se habrán equivocado ellos). Y al revés: he escrito cosas y me han tenido que contar de qué iban (o de qué podrían ir) porque yo no me había dado cuenta; es más, desconocía que las hubiese escrito.

Los libros cambian constantemente. Son seres vivos y complejos, hábiles y prodigiosos camaleones.

jueves, 25 de agosto de 2011

Paradojas (II)

PARADOJAS (II)

Charles Darwin era un gigantón feo y fuerte que quiso ser sacerdote, abandonó sus estudios de medicina cuando vio cómo operaban a un niño sin anestesia, y le gustaban los seres viscosos, diminutos y deformes como las babosas, los gusanos y las larvas. Robert FiztRoy, el aristócrata capitán del Beagle, propuso a este naturalista religioso que le acompañara en su travesía para que pudiese encontrar pruebas refutables de la existencia del Diluvio Universal en las costas de Sudamérica. Tras cinco largos años de viaje, Darwin no sólo no halló ni rastro de Noé, sino que descubrió los cambios evolutivos que no se regían por ningún plan divino. El viaje que comenzó para encontrar a Dios, acabó derrocándolo.

El Ché era asmático. El ejército argentino declaró al joven Ernesto Guevara “completamente inepto para la vida militar”.

De niño, Albert Einstein era conocido por la niñera de su familia como "el bobo". Negándose a estudiar como le exigían, se ganó a pulso unas notas mediocres en la Escuela Politécnica de Zurich. Sólo logró encontrar un aburrido trabajo en la Oficina de Patentes. Y, además, fue por enchufe.

Mientras escribía ‘A sangre fría’, ese gigantesco reportaje sobre el asesinato de la familia Clutter que realmente es una hipnotizante novela, Truman Capote estableció una curiosa relación con uno de los asesinos, Perry Smith. Mientras le entrevistaba en la cárcel, Capote quiso a este asesino, trató de entenderlo, cultivaron entre ambos una amistad reluciente que, por parte del escritor, algo tenía de amor. Capote decía que sentía que ambos se habían criado juntos en la misma casa, pero que él había salido por la puerta principal, mientras que Smith había salido por la trasera. Este mismo escritor no movió un dedo por salvar a los dos desgraciados de la horca; necesitaba un final para su libro y ése era el perfecto. Los últimos capítulos, los de la muerte de los asesinos son, por cierto, lo peor de la novela.

Ronald Reagan fue rechazado para el papel principal en una película de 1964 llamada ‘The Best Man’ porque "no tenía apariencia de presidente".

Salvador Dalí era un genio que podía ver mundos enteros en las manchas de humedad de las paredes y , sin embargo, era totalmente inútil para comprender las cosas más sencillas, como qué valor tenía cada moneda. Dalí, que dibujó los maravillosos relojes blandos, no sabía mirar la hora en un reloj.

Hace 2.500 años, Platón manifestó que un Estado que no educa ni entrena a sus mujeres es como un ser humano que sólo hace ejercicio con un brazo. También decía que las mujeres eran degeneraciones físicas y que sólo los varones tenían alma.

Ninguno de los personajes de ‘Casablanca’ le llega a decir nunca al pianista “Tócala otra vez, Sam”.

Maquiavelo jamás escribió “el fin justifica los medios”.

El monstruo realmente no tenía nombre. Frankenstein era el apellido del joven científico que lo creó.

Joseph Guillotin no inventó la guillotina, sólo propuso su uso en Francia. Guillotin tampoco murió guillotinado, sino por el carbunco de un horno. Un médico de Lyon con sus mismo apellidos sí fue ajusticiado por ese filo, y a partir de ahí creció la leyenda. La ironía más famosa de la historia es mentira.

lunes, 22 de agosto de 2011

Paradojas

PARADOJAS

EEl boxeador Floyd Patterson, campeón mundial de peso pesado, tenía una apariencia invencible y un cuerpo poderoso que le hacía superar todo tipo de golpes y ser capaz de enfrentarse a cualquiera. Llevaba a los combates una carpeta con una barba postiza para ponérsela cuando perdía y salir por la puerta de atrás sin que le reconocieran. Uno de los hombres más fuertes del mundo era incapaz de enfrentarse a las miradas de la gente.

En Estados Unidos se ha descubierto al hombre con mayor cociente intelectual de la historia. Pasa de los 250 puntos, supera a Einstein con creces, hablaba a los cinco meses y con dos años leía a la perfección. Creció en una familia marginal, de padre borracho con mano voladora, y su vida no transcurrió entre universidades ni bibliotecas. Aunque tampoco las necesitaba. Su mente era una bomba capaz de descifrar y descubrir cualquier cosa. Su nombre es un nombre común que no le sonará a nadie, porque no ha descubierto la vacuna para el cáncer, ni compuso ninguna sinfonía grandiosa, ni ninguno otro de los logros que cabría esperar de una mente maravillosa. El hombre más inteligente del mundo es culturista. Afirma que es en lo único que ha encontrado pasión.

Napoleón Bonaparte nació en Córcega en 1769, justo el año en que Francia reconquistó esa isla. El más francés de los franceses nació sin serlo.

Charles Drew salvó a miles de soldados durante la Segunda Guerra Mundial sin estar un solo día en el campo de batalla. Sus investigaciones sobre transfusión de sangre, incluyendo técnicas para el almacenamiento, devolvieron la vida a millares de aliados. Drew, que dirigía el servicio de plasma de la Cruz Roja en Estados Unidos, decidió renunciar a su cargo cuando la organización resolvió rechazar la sangre de los negros. Charles Drew, el médico que hizo posible los bancos de plasma, era negro y su propia sangre se rechazaba

‘Moby Dick’, una novela que hoy, siglo y medio después de su publicación, se sigue editando y reverenciando, en su momento no gustó a nadie, ni siquiera a los amigos más fieles de Melville que consideraron que el libro era de lo más estrafalario con todas esas meticulosas descripciones de las ballenas espermáticas. ‘Moby Dick’ no vendió ni dos docenas de copias y su autor apenas volvió a escribir. Herman Melville, una de las principales figuras de la historia de la literatura, pasó media vida actuando con enorme violencia, consumido de ira y volviéndose loco porque nunca pudo recuperarse de su fracaso.

Miguel Ángel, el autor de los maravillosos frescos de la Capilla Sixtina, no se consideraba pintor; para él, este proyecto era sólo una distracción de su trabajo como escultor de mármol. Su hobby alumbró para siempre el arte del mundo.

Sherlock Homes no dijo ni una sola vez “Elemental, querido Watson”. Don Quijote jamás pronunció aquello de "Ladran, Sancho, señal que cabalgamos". Ni Conan Doyle ni Cervantes escribieron las frases más famosas de sus personajes.

‘Yo acuso’, el celebérrimo manifiesto de Emil Zola a favor del judío Dreyfus, siempre se cita como ejemplo del compromiso social y moral del escritor, de su valor a enfrentarse casi en soledad a los bienpensantes. El mismo Zola que se negó a firmar el manifiesto de apoyo a Oscar Wilde, condenado a dos años de cárcel en las inmundas prisiones victorianas sólo por ser homosexual.

Adolf Hitler fue candidato al Premio Nobel de la Paz en 1939.

A Henry Kissinger, instigador de genocidios y partenaire de golpes de estado, se le concedió el Premio Nobel de la Paz en 1973.

El actual premio Nobel de la Paz mata a Bin Laden y dirigentes democráticos del mundo entero le felicitan (ésta es la palabra) por su hazaña. Políticos democráticos que son contrarios a la pena de muerte consideran una maravilla esta ejecución.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Entre Casualidades

Los libros luciérnaga

"..Aunque he crecido y ya sé que no habrá circos, senadores, magos y coches negros, en cierta forma siempre he conservado ese sentimiento: el de esperar algo que no llega.Siempre he mantenido esa pose de espertante o de esperador, si es que alguna de estas palabras existe. O sea, la del eterno insatisfecho.

Un día,Tormenta me dijo que era difícil hacerme feliz porque yo siempre esperaba que las cosas fueran mejor de lo que realmente eran.Supongo que es lo que nos ocurre a los que nos pasamos toda la vida esperando algo que no sabemos qué es, pero que llegará para cambiarnos. A veces temo que nunca venga o que ya haya llegado y no me haya dado cuenta..."

".. - Era justo lo que quería en ese momento- dijo Pian abriendo uno de los ojos y siguiendo con su mirada a Lucía-.Me encanta este pasaje.Está bien tener una telépata en casa.

A Lucía le hubiera gustado decirle que cuando amamos, todos nos volvemos telépatas. No adivinamos por arte de una magia extraña aquello que quiere el otro; son las horas observando, esa atención gratuita que entregamos a cambio de nada. Es la que nos hace saber cuando probamos una comida, antes de que la pruebe el otro , si le gustará; la que nos dice cuando leemos un libro si el otro disfrutará con él. Esa fuerza más extraña que la propia telepatía.."

" -Todos guardamos en nuestro interior un libro luciérnaga.Algunos, los que tienen el privilegio o la paciencia de poder escribir, logran sacarlo. El resto, guardan para siempre esa historia dentro de ellos .Pero aunque nunca se cuente, sigue brillando allí escondida.Muy pocos tienen las armas suficientes para sacar a la luz esa historia. Un libro luciérnaga es el que todos llevamos oculto en nuestras entrañas, y dentro nos continúa centellando..."

".. Deseaba llegar a casa, contarte que esa noche me había enamorado sin sentido tres veces y que hiciéramos el amor celebrándolo. Porque era con las demás y contigo, pero nunca sin ti. Yo no amé más a Tormenta cuando se fue. La amaba tanto entonces como ahora.Y precisamente por este amor que yo le profesaba y que sabía que era inacabable, no pude dejar que ella estuviera conmigo, queriendo yo a todas las demás. Porque Tormenta era mi ser único.."

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