martes, 20 de septiembre de 2011

LOS LIBROS CAMBIANTES

LOS LIBROS CAMBIANTES

Me ha ocurrido algunas veces que un libro que he considerado simple, aburrido o directamente malo, ha cambiado ante mis ojos después de conocer al autor y darme cuenta de que era una excelente persona, que me caía bien, o incluso más que bien. Entonces miro el libro con una piedad que antes no tenía, e intento, casi desesperadamente, buscarle al texto todas las virtudes escondidas, las bondades que encontré en su autor pero no en sus palabras. Y muchas veces, en esta segunda lectura dadivosa, logro hallarlas y me reconforta. En ocasiones ni siquiera me hace falta volver a leerlo: el libro se transforma en mi mente de inmediato.

También me ha ocurrido lo contrario. Enamorarme de libros y luego conocer a su autor, al que yo le suponía la misma luminosidad que sus textos, y decepcionarme diez minutos después de darle la mano. Entonces el libro no es que se me oscurezca, pero sí se me apagan un par de velas.

Libros que han pasado por mí sin pena ni gloria, de repente, por algo que me ha tocado vivir o leer o escribir, vuelven a acudir a mi mente y los redescubro, y, sorprendentemente, me parecen maravillosos y no entiendo cómo he podido pasarlos por alto.

Hay libros que, reconozco, empiezo a leer con muchísimos prejuicios (ya sea por el autor, por el tema o sabe Dios por qué cosa), casi rechinando los dientes al pasar cada página, y he de admitir que la mayoría de las veces los leo para reafirmarme en que, efectivamente, no merecían la pena y así poder criticarlos a gusto. Lo que suele ocurrir cuando cometo este tipo de mezquindades es que al final el libro me acaba gustando. O al menos bastante más de lo que estaba dispuesta a que me gustase, que era nada. Se lee mucho mejor sin expectativas. De la misma forma, cuando abro una obra maestra de la literatura universal me tiemblan hasta las manos, me pongo nerviosa, planeo una fecha y un lugar específico para empezar a leerla, compongo alrededor de esta lectura todo un ritual solemne y me predispongo a la gloria. Y lo que me sucede es que no puedo pasar de la página cincuenta porque me hunde todo este peso que me he puesto a las espaldas y que yo achaco a la novela. Sólo he podido disfrutar de los clásicos (y mucho) leyéndolos como si fueran cualquier otro libro, como si no supiera nada de ellos, ni de sus autores, ni de su importancia, como si fuera una edición de bolsillo que se compra en un aeropuerto para un viaje. Leer por placer. Con esta simple fórmula he conseguido que libros que antes no podía tragar ni siquiera con pan y con vino, me hayan parecido textos no sólo magníficos, sino imprescindibles. Otros no, claro. Otros ni con ésas. Ahí está la gracia.

No hace mucho un amigo me desveló sin pretenderlo el final de un libro que yo estaba leyendo. Le dije que no se preocupara porque las historias cambian según quien las lee, y estaba convencida de que ese libro no terminaría así. Y, aunque cueste creerlo, lo cierto es que no terminó como me habían contado. Pero no es la primera vez que algo así me ocurría. En ocasiones he vuelto a leer textos que no acababan de la misma forma que yo recordaba, porque esta vez su final me pareció feliz, o por el contrario me resultó amargo, e incluso que lograron emocionarme o defraudarme cuando antes no lo habían hecho. Hay textos (y películas) que leo y veo constantemente con la esperanza de que algún día su final cambie. Hay otras obras que, por el contrario, me aterroriza que muten, y de vez en cuando vuelvo a revisarlas (no sin cierto miedo) para asegurarme de que todo sigue ahí.

Los escritores hablan de sus obras y en ellas vuelcan unas intenciones que, muchas veces, a la hora de leer yo no encuentro por ninguna parte y llego a pensar si me habré equivocado de libro (o si se habrán equivocado ellos). Y al revés: he escrito cosas y me han tenido que contar de qué iban (o de qué podrían ir) porque yo no me había dado cuenta; es más, desconocía que las hubiese escrito.

Los libros cambian constantemente. Son seres vivos y complejos, hábiles y prodigiosos camaleones.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Hola Leticia. A mí lo que si me ha pasado más de una vez es abandonar un libro porque me aburría muchísimo y al cabo del tiempo volver a intentarlo gustándome muchísimo. Curioso ¿verdad? Supongo que el momento, o las circunstancias en las que estés, puede cambiarte la percepción. Me pasó con "Cien años de soledad" de García Márquez, una magnífica obra .
    Besos

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