Memoria histórica es un concepto que últimamente encontramos en cada página, en cada canal, que lo emplean los comentaristas de fútbol para hablar de Garrincha, los políticos para discutir sobre la Guerra Civil y hasta los quiosqueros para vender pipas. Memoria histórica es un término que parece antiquísimo, sin embargo es un invento del siglo XXI, como el plasma o el papel impermeable. Suena un poco a alcanfort y un poco a enciclopedia, un poco a catacumba y un poco asignatura de Derecho Romano. Pero sobre todo suena a muerto. Y debería ser todo lo contario: sonar a vivo. Tener la memoria tan presente como el pan de cada día y no reservarla para ocasiones especiales. No resucitar el pasado, sino no llegar a matarlo nunca. No honrar a los difuntos, sino haberles respetado en vida. Pierre Nora, el historiador francés que acuñó este término que ahora se repite en todas las lenguas del mundo, quería que los pueblos rescataran de las catacumbas del olvido un pasado que había sido tratado con desprecio, valorarlo justamente, y aprender de él. En definitiva, que los del presente corrijan los errores de sus antepasados, para que nuestra historia no tenga parches ni mutilaciones, ni las tengan las personas que sufrieron sus embistes, o al menos que dejen de sangrar estos tajos, estas heridas. Pero el término memoria histórica no implica que estas llagas se dejen de producir, sólo que se restauren.
Un pueblo sin memoria no es más que un cachivache. Un niño en pañales, un amnésico que tropieza con todas las paredes y siempre siente que le falta algo. Pero un pueblo sin presente es un arma aún más peligrosa. Es imprescindible hacer las paces con nuestro pasado, saber por qué estamos como estamos y somos como somos. Aunque lo que no debemos hacer es honrar únicamente nuestros recuerdos. ¿De qué nos sirve desenterrar a los muertos si no somos capaces de escuchar a los vivos? Es espeluznante pensar que hubo gente que esperó cuarenta años con la azada debajo de la cama para poder cavar en la tierra y sacar a sus familiares de allá dentro. La misma noche que murió Franco muchos se tiraron al monte, linterna en mano, a rescatar los huesos de las personas a quienes amaron. Pero también es pavoroso olvidar en vida a nuestros ancianos, no preguntarles por su historia, no saber cuál es la nuestra porque desconocemos cuál es la suya. Y lo cierto es que, por muy duro que resulte, a los viejos no se les escucha.
La sociedad honra a los jóvenes que fueron, los duros años que les tocó vivir, pero se olvida de los ancianos que hoy en día son. En el siglo de la comunicación, resulta que es cuando estamos más incomunicados: apenas hablas con quien duerme en el cuarto de al lado, pero puedes ver la fiesta de cumpleaños de alguien que vive en Mongolia. Los cursos para Internet destinados a personas mayores cada vez son más frecuentes en los centros sociales porque están muy solicitados. Ellos también quieren ser parte del mundo y que se les escuche. Tal vez coincidan en un chat con alguno de sus nietos y puedan hablar con ellos. Y, sin embargo, ¿cuántas páginas web están preparadas para usuarios mayores de 65 años, cuántos programas de televisión, cuántos teléfonos móviles? El mundo crece de espaldas a ellos. Anuncian consolas para que los mayores jueguen con ellas y activen sus memoria, pero una buena charla siempre constituye el mejor remedio para activar el cerebro, y de paso el corazón. Aunque siempre hay quien prefiere comprarles maquinitas, darles dos besos fugaces, ponerse los cascos de música, y luego leer en un suplemento dominical un reportaje sobre los represaliados de la Guerra Civil que le emociona hasta las lágrimas.
No olvidemos a nuestros mayores, no esperemos a rendirles un homenaje años después, no les convirtamos en futura memoria histórica. Sobre todo porque ésta es muy delicada y a veces se rompe únicamente con soplarla. Un ejemplo: hace algunas semanas, en un programa de televisión, ninguno de los encuestados supo decir ni uno solo de los siete padres de la Constitución. Ni uno solo. Y todos los encuestados pasaban de los 40 años de edad. Tal vez dentro de dos décadas sí que lo sepan, sí que los rescaten del olvido, cuando ya no quede ninguno de ellos al que dar las gracias.
Hablamos constantemente de aquella España que fueron dos, de aquel tajo que dividió el país y que lo fue matando, sin embargo los políticos de hoy se empeñan en odiarse sin respetar al adversario. Hablamos constantemente de los terroríficos campos de concentración que albergaba Alemania, sin embargo los adolescentes españoles cada día son más racistas, más agresivos. Hablamos constantemente de la avaricia de Somoza y del resto de dictadores de América Latina, sin embargo estamos en la crisis que estamos porque unos pocos quisieron tener más riquezas de las que ya acumulaban.
Recordar, en latín, significa literalmente volver a pasar por el corazón. Y que siempre vuelvan, pero sobre todo, que pasen y se queden. No esperemos a tener recuerdos; vivámoslos ya. Que la obsesión por el pasado nos enseñe que hay que estar pendiente del presente.
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