No es un muñeco de nieve ni un hombre de papel. Ni siquiera un polichinela o una sombra de humo con sombrero y gafas negras. Tiene el aspecto del Hombre Invisible que creó H.G. Wells, cubierto de vendas blancas para poder ser visto por el resto de las personas.
Michael Jackson era un niño pequeño con piel de chocolate y pelo africano que bailaba por los estudios de la Motown. Al crecer consiguió vender 50 millones de copias de un solo disco, inventó cómo se caminaba sobre la luna sin moverse del suelo y cantó a amantes, a razas, a malos y a mundos que había que socorrer. Fue la única persona que llevó con elegancia los calcetines blancos, la única a la que nadie le reprochaba que se le hubiera olvidado un guante y consiguió que sus estrafalarias casacas se convirtieran en un signo de distinción.
Quiso ser Peter Pan, compró los derechos de las canciones de los Beatles, se casó con la hija de Elvis Presley y, junto con los de rey del rock, sus movimientos de cadera han sido los más imitados en todo el planeta. Dicen que Dios escribe los mejores guiones y ningún guionista, por bueno que sea, tuvo y tendrá la imaginación suficiente para crear a alguien como Michael Jackson.
Arruinado y deshecho, sabiendo que nadie le ha arrebatado aún el trono, se presentó en Londres en una rueda de prensa a la que llegó hora y media tarde. Bajo la lluvia inglesa millares de seguidores llevaban días esperándole. Apenas habló durante tres minutos. Dijo que haría una serie de conciertos en Londres y ni siquiera quedó claro que eran los últimos que hacía en su vida o los últimos que hacía en la ciudad. Sin embargo, sus fans se sintieron bendecidos por haberlo visto aunque fuera de una forma fugaz. Pero fugaz no es su estrella. Michael Jackson, como los amores inolvidables, es una huella indeleble. Por muchos intentos que, sin querer, él mismo halla tenido de borrarse.
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