miércoles, 28 de septiembre de 2011

BREVE BIOGRAFÍA DE ALBERT EINSTEIN

De niño, Albert Einstein era conocido por la niñera de su familia como "el bobo". Todos pensaban seriamente que era retrasado. Nunca tenía la mente donde debía. Con la boca abierta y los ojos idos, el niño Einstein se preguntaba cómo sería la luz vista por alguien que pudiera montarse sobre los lomos de un rayo. El adulto Einstein encontró la respuesta, que resultó ser la teoría de la relatividad.

Todo empezó cuando tenía cinco años y su padre le regaló una brújula, aunque no tuvieran barco ni esperaran perderse. Aquel día Albert estaba enfermo y no había podido ir al colegio, así que, transformando sus ojos en unas lupas, se puso a examinar minuciosamente el regalo. Nada tocaba la aguja, y aun así, apuntaba siempre al Norte. Entonces se dio cuenta de que algo invisible debía dominar no sólo su dormitorio, sino también el resto del universo.

No había maestro que mandara sobre él, ni voz, ni ejército, ni dios conocido. A los seis años su madre le regaló unas clases de violín. Al principio, el pequeño Albert se rebelaba contra la disciplina mecánica que el profesor trataba de imponerle, pero, tras escuchar las sonatas de Mozart, entendió que allí, como en la física, se encontraba encerrada la belleza del universo. Estaba convencido de que tanto Mozart como Bach no creaban: encontraban. Traducían en notas lo que flotaba en el aire y su música no era otra cosa que el sonido de las esferas. A partir de entonces siempre llevaba en el bolsillo las cuerdas y las partituras, lo que le haría concertar citas para tocar a dúo con la reina de Bélgica o subir corriendo con su violín a la casa de una vecina anciana porque había escuchado tras las paredes unas notas de piano.

Cuando Einstein imaginaba, el mundo se podía a temblar, y a imaginación no le ganaba ni Verne ni el dios de los cristianos. Se le ponían de punta sus pelos locos cuando oía a alguien decir “como todo el mundo sabe”, y vivía poniendo en duda cualquier cosa, haciendo que el universo se pusiera patas arriba. Negándose a estudiar repitiendo fórmulas como un papagayo, se ganó a pulso unas notas mediocres en la Escuela Politécnica de Zurich y el odio de todos sus profesores. Einstein imaginaba e imaginaba, y en una de sus ensoñaciones, con los ojos llenos de cosmos, se preguntó cómo vería un rayo una persona sentada en el andén de una estación y otra que viajaba en el interior del tren.

Renunció a su país porque estaba lleno de balas y uniformes, renunció a la religión porque mandaba y exigía: renunció a todas las autoridades que podían existir. Se consideraba judío porque decía que era como pertenecer a una tribu, aunque nunca compartió ninguna de las creencias de su pueblo, sólo el sentimiento de pertenencia que te une a la lumbre de tu cocina cuando eras niño.

En Suiza pasaba las tardes fumando con sus amigos en los cafés, debatiendo hasta la madrugada, acompañado de su cerebro, la pipa, y el violín, que solía sacar ya avanzada la noche. En verano iban en ocasiones a ver el amanecer desde lo alto de una montaña a las afueras de Berna. Leía a Sófocles y ‘El Quijote’, cabalgando así con sus hermanos perseguidores de imposibles.

Sus familiares y amigos no entendían por qué el atractivo Albert Einstein había elegido amar a Mileva Maric, una desagradable serbia coja de carácter melancólico. Mileva era la única mujer del Departamento de Física y Matemáticas de la Escuela de Zurich. A ambos les unían pasión y pasiones. En un poema que Einstein le dedicó, éste imaginaba que la llama de su pasión mutua hacía arder la almohada de la cama que compartían.

Mileva fue su primera mujer. Con ella tuvo dos hijos a los que les construía juguetes con cuerdas y cajas de cerillas, porque con los objetos más simples podía hacer cosas maravillosas. Su segunda esposa fue Elsa Einstein, su prima, vieja, oronda y viuda, con quien compartía el sentido del humor y los pelos grises y disparatados.

El repudiado Einstein sólo logró encontrar trabajo en la Oficina de Patentes de Zurich, y además fue por enchufe. Desde la ventana de su despacho veía la torre de un reloj que le hacía pensar constantemente en el tiempo. El tiempo, la luz, cabalgar sobre un rayo, el andén y los trenes, el teorema de Pitágoras, la música de Mozart. En aquella pequeña oficina el universo entero con todos sus misterios giraba alrededor de la cabeza de Einstein como lo hacen los electrones alrededor del núcleo de un átomo.

Y mientras Albert el bobo deshacía todo lo que existía sobre física, Freud desarmaba la mente humana, y Picasso descomponía la realidad en cubos. El mundo, y la forma de verlo, estaba cambiando.

Tras la teoría de la relatividad, llegó a Estados Unidos y se encontró con una banda de flautines y tambores y una muchedumbre con pancartas que le aclamaba. Adoraba aquel país libre y alejado de una Europa encadenada. Allí vivió hasta su muerte, en un despacho de Princeton, sacando tiempo para cualquier alumno que le preguntase, olvidándose las llaves, y amparando a los refugiados de cualquier guerra. Pacifista convencido, había luchado contra la Primera Guerra Mundial y tratado de convencer a los científicos de que la ciencia y la guerra eran rivales y contrarias. En la Segunda Guerra Mundial no le quedó otro remedio que asegurar que había que defenderse. Al sabio más sabio de los sabios se le quedaron los ojos más tristes del universo después de que tiraran la bomba atómica. Aunque él no lo había hecho, sintió como si fuera su propia mano la que activara el botón, porque sin sus descubrimientos nunca hubiera sido posible. En aquellos momentos deseó haber sido fontanero o flautista, porque de ese modo no sería el responsable de aquel fantasma rojo de la muerte.

Amaba Estados Unidos porque era un país que le dejaba decir lo que le diera la gana cuando le diera la gana. Entonces llegó el senador McCarthy y dijo que Einstein era sospechoso: ese judío que le daba igual el color y el sexo de sus amigos, que su mente racional le impedía entender la segregación, que invitaba a pasar la noche en su casa a los negros que no dejaban entrar en los hoteles, que no podía vivir en un país en el que se negaba la voluntad de mantener y expresar públicamente lo que se pensaba, que se quejaba de las interferencia gubernamentales, desconfiaba de la acumulación de riquezas y era un firme defensor de que en el mundo se abolieran las fronteras. Y el sospechoso no dejaba de hacer que siguieran desconfiando. Einstein exhortó a los intelectuales a negarse a dar testimonio ante el Comité de Actividades Antiamericanas y a prepararse para la cárcel o la ruina económica, porque de no ser así no merecerían nada mejor que la esclavitud que trataban de imponerles.

Pasó sus últimos años trabajando en un imposible: una única respuesta para todas las preguntas. Mirando el humo de su larguísima pipa, emborronando papeles, equivocándose una vez tras otra, llamando a la facultad para que le dijeran su propia dirección porque se había olvidado dónde estaba su casa. El último documento de Einstein que salió a la luz, justo una semana antes de morir, fue una manifiesto que escribió junto a Bertrand Russel a favor de la paz mundial en la era nuclear, su otro caballo alado.

Encima de la mesita del hospital, cuando recogieron las sábanas de la cama ya vacía del físico, quedaron doce páginas llenas de ecuaciones. El 18 de abril de 1955 Albert Eisntein pudo descubrir si la muerte sería más rápida que la luz.

martes, 20 de septiembre de 2011

LOS LIBROS CAMBIANTES

LOS LIBROS CAMBIANTES

Me ha ocurrido algunas veces que un libro que he considerado simple, aburrido o directamente malo, ha cambiado ante mis ojos después de conocer al autor y darme cuenta de que era una excelente persona, que me caía bien, o incluso más que bien. Entonces miro el libro con una piedad que antes no tenía, e intento, casi desesperadamente, buscarle al texto todas las virtudes escondidas, las bondades que encontré en su autor pero no en sus palabras. Y muchas veces, en esta segunda lectura dadivosa, logro hallarlas y me reconforta. En ocasiones ni siquiera me hace falta volver a leerlo: el libro se transforma en mi mente de inmediato.

También me ha ocurrido lo contrario. Enamorarme de libros y luego conocer a su autor, al que yo le suponía la misma luminosidad que sus textos, y decepcionarme diez minutos después de darle la mano. Entonces el libro no es que se me oscurezca, pero sí se me apagan un par de velas.

Libros que han pasado por mí sin pena ni gloria, de repente, por algo que me ha tocado vivir o leer o escribir, vuelven a acudir a mi mente y los redescubro, y, sorprendentemente, me parecen maravillosos y no entiendo cómo he podido pasarlos por alto.

Hay libros que, reconozco, empiezo a leer con muchísimos prejuicios (ya sea por el autor, por el tema o sabe Dios por qué cosa), casi rechinando los dientes al pasar cada página, y he de admitir que la mayoría de las veces los leo para reafirmarme en que, efectivamente, no merecían la pena y así poder criticarlos a gusto. Lo que suele ocurrir cuando cometo este tipo de mezquindades es que al final el libro me acaba gustando. O al menos bastante más de lo que estaba dispuesta a que me gustase, que era nada. Se lee mucho mejor sin expectativas. De la misma forma, cuando abro una obra maestra de la literatura universal me tiemblan hasta las manos, me pongo nerviosa, planeo una fecha y un lugar específico para empezar a leerla, compongo alrededor de esta lectura todo un ritual solemne y me predispongo a la gloria. Y lo que me sucede es que no puedo pasar de la página cincuenta porque me hunde todo este peso que me he puesto a las espaldas y que yo achaco a la novela. Sólo he podido disfrutar de los clásicos (y mucho) leyéndolos como si fueran cualquier otro libro, como si no supiera nada de ellos, ni de sus autores, ni de su importancia, como si fuera una edición de bolsillo que se compra en un aeropuerto para un viaje. Leer por placer. Con esta simple fórmula he conseguido que libros que antes no podía tragar ni siquiera con pan y con vino, me hayan parecido textos no sólo magníficos, sino imprescindibles. Otros no, claro. Otros ni con ésas. Ahí está la gracia.

No hace mucho un amigo me desveló sin pretenderlo el final de un libro que yo estaba leyendo. Le dije que no se preocupara porque las historias cambian según quien las lee, y estaba convencida de que ese libro no terminaría así. Y, aunque cueste creerlo, lo cierto es que no terminó como me habían contado. Pero no es la primera vez que algo así me ocurría. En ocasiones he vuelto a leer textos que no acababan de la misma forma que yo recordaba, porque esta vez su final me pareció feliz, o por el contrario me resultó amargo, e incluso que lograron emocionarme o defraudarme cuando antes no lo habían hecho. Hay textos (y películas) que leo y veo constantemente con la esperanza de que algún día su final cambie. Hay otras obras que, por el contrario, me aterroriza que muten, y de vez en cuando vuelvo a revisarlas (no sin cierto miedo) para asegurarme de que todo sigue ahí.

Los escritores hablan de sus obras y en ellas vuelcan unas intenciones que, muchas veces, a la hora de leer yo no encuentro por ninguna parte y llego a pensar si me habré equivocado de libro (o si se habrán equivocado ellos). Y al revés: he escrito cosas y me han tenido que contar de qué iban (o de qué podrían ir) porque yo no me había dado cuenta; es más, desconocía que las hubiese escrito.

Los libros cambian constantemente. Son seres vivos y complejos, hábiles y prodigiosos camaleones.