jueves, 27 de mayo de 2010

PERDIDOS

Un amigo, al que hace muchos años que no veo, se las ingenió para conseguir mi teléfono, mandarme un mensaje y decirme que necesitaba hablar con alguien del final de “Perdidos”. No sabía si yo veía la serie, conociéndome intuía que sí, pero quería saber mi opinión y dejar de ser náufrago.

Pensé que éste era el tipo de cosas que merecía la pena contar.

Llegué a la isla de la mano de otra persona que me llevó hasta allí. Y con ella he visto osos polares, y he estado atrapada en las jaulas, y he hecho cábalas con los números, y he gritado, y he saltado en el tiempo como la aguja de un tocadiscos y se me ha quedado la boca abierta, y he dicho “quiero más”. Por el camino se nos han ido juntando otras personas, amigos imprescindibles o compañeros de teorías. Se han quedado para el recuerdo momentos impagables, como aquel lluvioso día de verano en un pueblo junto al mar, encerrados en el salón con las persianas bajadas, y nosotros tres viendo ocho capítulos seguidos de “Perdidos”, volviéndonos locos; y después, en la cama, la persona que me llevó a la isla no podía dormir, y me despertaba preguntándome si Michael sería un fantasma, incapaz de quedarse quieto entre las sábanas, sin cerrar los ojos porque no sabía si cuando los cerraba soñaba o, simplemente veía, seguía viendo.

Entiendo la sensación de estafa cuando todos nosotros hemos llegado al final. Ha sido como hinchar un globo, seguir llenándolo de aire hasta que fuera enorme, y finalmente pincharlo de pronto sin dejar que llegara a volar. Se nos plantearon demasiadas preguntas y demasiado pocas fueron las respuestas. Muchos han tirado sus libros de física y mitología por la ventana, libros que estuvieron estudiando meticulosamente durante todo este tiempo esperando encontrar las claves escondidas en alguno de sus párrafos. He dicho hasta la extenuación que si al principio de un libro aparece un clavo en la pared, al final de ese libro debe aparecer un cuadro colgado de él. Los guionistas de “Perdidos” nos han dejado una pared agujereada. Temíamos que así fuera, y así fue. Casi lo convocaron nuestros miedos.

Pero también entiendo la emoción, y más que entenderla, la viví. El corazón como una locomotora, la piel de gallina mientras se encontraban, y recordaban, y recordábamos. La sorpresa final de que todo cambiara, de que esta serie de misterios fuera realmente una historia de personajes, una historia de amor y redención, de encuentros y destinos. En cierta forma, “Perdidos” se convirtió en “La historia interminable”, ese libro lleno de aventuras que Bastian lee en el desván de su colegio, y cuando llega al final se da cuenta de que el único fin de todas esas peripecias era que él imaginara, que conociera Fantasía, que fuera parte de ella y así pudiera salvarla. La finalidad de “Perdidos” era que sufriéramos con los personajes, que compartiéramos sus aventuras y naufragios, sus miedos, sus dudas, que nos convirtiéramos en otro buscador más de la isla, decidiendo siempre qué camino queríamos escoger, a quién seguir. No lo sabíamos, pero la clave éramos nosotros. Nosotros fuimos los auténticos protagonistas de la serie. No nos emocionó tanto que ellos recordaran, como que recordásemos nosotros todos estos años junto a ellos.

Esa fuerza que hizo que miles de personas se congregaran de madrugada frente a la televisión con la ilusión de un niño de ocho años ante una Noche de Reyes era la verdadera luz de la isla, su verdadero poder.

Y cuando esperábamos todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas.

Por eso tengo un sabor agridulce, una división de la mente y el alma. Esperaba que la lógica del final pusiera luz en mi cerebro, pero lo que hizo fue activarme el corazón. Esa extraña división entre la cabeza y el lado izquierdo del pecho que casi nunca está completa, pero que todos aspiramos a ello.

Para la historia de la televisión, “Perdidos” no ha pasado desapercibida, sino todo lo contrario. La forma de contar, sus guiones, su factura, la presentación de los personajes, el modo de inocular la intriga, su manera de hacer posible lo imposible, cómo crear verdadera adicción. Todo ello ha marcado un antes y un después. Y, sobre todo, ha cambiado a los espectadores. Ya no nos vale cualquier cosa para pasar el rato: queremos más. Nos hemos vuelto inconformistas. Queremos personajes redondos, guiones geniales, tramas insospechadas. Queremos que nos den la vuelta, que nos apasionen. Y también nos hemos vuelto precavidos. No nos pueden volver a hacer lo mismo, no nos pueden volver a hinchar el globo para luego explotarlo. Al final de la serie necesitaremos que el globo vuele, y amenazamos de antemano con insurrección si esto no ocurre. Los guionistas tienen a partir de ahora una dura tarea por delante.

De todas formas, a mí nadie me va a robar “Perdidos”, nadie me va a quitar la sensación durante estos seis años de ser conspiradora. Porque lo mejor de la serie era hablar sobre ella. Y de nuevo, nosotros somos la clave. Fuimos nosotros los que abrimos los ojos hace seis años en aquel campo de bambú, y somos nosotros los que ahora los hemos cerrado.

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