lunes, 1 de marzo de 2010

LA NIEVE EN BUENOS AIRES

Cuando Martín Filomena vio la nieve por segunda vez en su vida pensó que al fin había venido a buscarle la muerte y se dispuso a ponerse su mejor traje.

Apoyó su mano temblorosa en el bastón y fue con sus pasos pequeños hasta el armario, tratando de no hacer ruido para que su nieta no se enterase, porque había cosas que un hombre necesitaba hacer solo. Como por ejemplo, prepararse para morir.

Martín había conocido el mundo con la nieve, fue su primer recuerdo de aquella vida tan larga. Apenas tenía tres años cuando su madre le cogió de la mano y le sacó al patio para que jugara con aquel hielo que lentamente caía del cielo en forma de lágrima. Martín resbalaba con la nieve y tropezaba con sus propias piernas que aún no sabían muy bien cómo caminar. No era más alto que un saquito de castañas. Desde entonces, desde hacía 89 años, no había vuelto a nevar en Buenos Aires. Y él lo sabía muy bien porque en todo este tiempo no había abandonado la ciudad ni un solo día. Martín sabía que la tierra era redonda, y por lo tanto así debía de ser la vida, que acaba igual que empieza. Y celebró rendirse a la muerte de una forma tan coherente.

Cuando su nieta Marcela salió del baño, se encontró con su abuelo en la habitación mirando por la ventana semidesnudo, con los pantalones por la rodilla y la camisa de los domingos sin abrochar. “Abu, ¿querés algo?”. Y sí quería. Quería que su nieta le diera la mano para salir al patio. Pero no para sostenerlo, sino para que fuera su pareja de baile. Porque Martín Filomena comprendió que las cosas que nos hicieron felices vuelven no para alejarnos, sino para acercarnos aún más a la vida. Y la nostalgia le pudo más que la vejez. Quería salir con su nieta a bailar bajo la nieve para celebrar el milagro loco que es vivir.

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