miércoles, 10 de marzo de 2010

LAS MIL VIDAS DE JAIME HERRERO

Oviedo no es París, pero junto a Jaime Herrero lo parece. Es de las personas que tienen esa maravillosa cualidad, que arrastran esa bohemia, esa extraña sabiduría. Enciende un cigarrillo tras otro, le gustan las fotografías con humo, la vida con humo. Coge los cigarros con sus dedos alargados capaces de pintar casi cualquier cosa, rótulos, cuadros, el mural de un cine, la Torre Eiffel, de escribir poemas. Cuando los jóvenes pintores van a pedirle consejo, Herrero simplemente les da dos: que la vida es muy dura y que se vayan de Oviedo, a donde sea. “Esta ciudad parece que se está haciendo más pequeña”. A Jaime Herrero, que siempre ha sido hombre de tertulias, se le van cayendo las historias como botones que se desprenden de un pijama viejo. Pero empecemos por el principio.

“Bombardearon la clínica de Gijón el día que yo nací” cuenta. Así, en 1937, ya empezó su vida de peripecias. Su padre, norteamericano, era productor de cine en Hollywood. En su casa cenaban Charles Chaplin y Jardiel Poncela. Comían platos italianos que su abuela había aprendido a hacer en Argentina. “El cine siempre ha sido mi asignatura pendiente” confiesa con algo de tristeza Herrero, al que le flota en la sangre el amor por el celuloide. Hay cierta añoranza por aquella vida al otro lado del mar rodeada de estrellas y guiones. Su padre vino a España con un amigo y montaron una empresa para distribuir películas norteamericanas por todo el país. El padre de Herrero se ocupaba del Norte, su socio de la zona Sur. “Mi padre tenía la empresa en la calle Gil de Jaz, en la casa que llamaban de las abejas”. A pesar de sus reticencias, su socio le convenció para que distribuyeran también películas alemanas. “Al final fue gracias a eso a lo que salvó la vida. Cuando cayó en la zona republicana en Bilbao casi lo matan los republicanos, y cuando acabó la guerra en un campo de concentración, casi lo matan los nacionales. Lo salvaron los alemanes, porque era él quien distribuía sus películas”. La guerra pilló al padre de Herrero en Gijón, mientras que su mujer y su hijo, “no sé muy bien por qué”, permanecían en Valencia. “Un día nos llamó y dijo que él se marchaba, que no entendía nada de este Cristo que estaba pasando en España, que era un salvajismo”. Cogió un barco para Francia, y de allí habría pasado a Estados Unidos para regresar a su vida de celuloide, pero una unidad nacional detuvo el barco al salir del puerto de Gijón y mandaron a los tripulantes a un campo de concentración en Nanclares de Oca. “Mi madre, una tía mía y yo, que por entonces tenía unos dos años, pasamos de Gerona a Francia para encontrarnos con él. Pero al final acabamos también en un campo de concentración”. En él pasó el pintor los primeros días de su infancia y dejó en su mente un recuerdo imborrable: el de un demonio negro con un chuchillo muy grande. Uno de esos tantos monstruos que más tarde pintaría en sus cuadros, aquellos fantasmas de la guerra y de la posguerra, una época propicia para tener miedo. “Años más tarde descubrí qué era aquel recuerdo. Vi unas fotos de un campo de concentración que era vigilado por soldados senegaleses armados con bayonetas: el diablo negro y el cuchillo”.

Gracias a un tío suyo, que era requeté, lograron salir de aquel campo y venirse a Asturias. Ahí empezó alguna de las cientos de vidas que tuvo Jaime Herrero en ésta que es una sola.

Madrid era una tertulia, París era una fiesta

Dice que no es vago, que se ha pasado la vida trabajando, pero sí confiesa que ha sido disperso porque ha hecho muchas cosas. “Incluso escribí durante mucho tiempo columnas en La Nueva España en las que contaba mi infancia en Madrid. Me gustaba mucho hacerlo”. Porque eran buenos recuerdos. Cuando era sólo un niño entraba gratis en los cines de la capital gracias al trabajo de su padre. También le acompañaba a las tertulias del café Varela; mientras su padre charlaba con personajes como Mihura o González Ruano, Jaime, a su lado, balanceaba las piernas en la silla y leía cuentos.

A pesar de que en algún periódico soviético saliera publicado que Jaime Herrero era un héroe del pueblo que cruzó los Pirineos pegando tiros contra las hordas franquistas, lo cierto es que se marchó a París en tren. Y aquí comenzó otra de sus vidas, aunque ya hayamos perdido el número. “Paraba por un café cantante, en el que, entrara quien entrara, tenía que cantar si quería tomar algo. Uno nunca pagaba sus consumiciones, sino que al final de la noche, se dividía lo que se había bebido entre los que estábamos allí y todos pagábamos lo mismo”. Fue en aquel mismo café donde se cantaron algunos de sus poemas. Era el París de los 60, aquella fiesta que nunca acababa, y Herrero tenía que ejercer dotes casi de prestidigitador para pagarse los cafés y las pensiones, volando de un oficio a otro. Pintó la Torre Eiffell a brocha colgado de un arnés, trabajó en la Renault, por la noche pintaba y estudiaba cine. Y fue por aquel entonces cuando volvió a nacer de nuevo. “Trabajé en una cantera de la que fui el único superviviente, los demás murieron en una explosión”. En París, en pleno agosto, bajo un sol de justicia, picaban en la cantera. Lo más probable es que la dinamita, con aquel calor, comenzara a sudar nitroglicerina. Lo cierto era que Herrero aquel día se encontraba mal, tenía descompuesto el estómago.”Me dijeron que me fuera a las letrinas y que esperara allí, que el primero que marchase para París, me llevaría con él”. Fue en las letrinas cuando oyó el gran estallido. “De esto no me acuerdo, me lo contaron, porque las letrinas también volaron por los aires y la explosión me dejó desnudo y hasta me volaron los zapatos”. Le dieron una indemnización pobre y continuó viviendo.

Antes de la explosión, Herrero se dedicaba a hacer esculturas con las piedras de la cantera. “Era una especie de copia del Prerrománico asturiano que yo inventé, porque en el Prerrománico no hay escultura. En las galerías donde se exponían, escribía disparates en las tarjetas: que si eran del siglo VII, que si en la época de Segismundo I...”. Un día apareció un hombre interesado en estas esculturas, y le dejó a un sótano para que continuara realizándolas allí y tuviera un lugar en el que trabajar tranquilo. Jaime Herrero tuvo entonces algo así como un mecenas. “Hasta que descubrí que era un asesor del Louvre que hacía falsificaciones y las pasaba por buenas. Tenía a ceramistas y pintores realizándole copias. ¡Y mis esculturas las vendía como auténticas!”. Herrero no dudó en salirse de aquel timo.

Sin embargo, gracias a aquel hombre ganó mucho dinero: le pagaba a buen precio las esculturas. “Entonces me planteé: ¿qué hago ahora? ¿Marcho para España con esto? No. Ya viví la miseria de París. Ahora voy a vivir el lujo”. Le dijeron que lo primero que había que hacer para ser rico en París era alquilar un esmoquin, aunque te quede corto y vayas enseñando los calcetines raídos por debajo. Con su traje alquilado fue a la ópera y al mejor restaurante de París. Cuando el maitre le vio aparecer con aquella pinta de vagabundo elegante y pedir mesa, le advirtió que allí había que reservar con meses, incluso con años de antelación. “Me preguntó qué era realmente lo que quería y yo le expliqué mi historia”. Al final le dio una mesa, le elaboró un menú, y Herrero volvió cada noche hasta que se le acabó el dinero. “Le dije que aquella era la última vez que venía, que no sabía que ser rico era tan caro”. El maitre le invitó esa noche para que le pudiera quedar algo de dinero. Al día siguiente Jaime Herrero le llevó al restaurante un cuadro, que mandó que le entregaran de parte del pintor español. “Creo que aquél fue uno de los mejores cuadros que pinté en mi vida”.

Consiguió un título en la Escuela de Cine de París y trabajó un tiempo en los estudios de animación “Imagen y Relieve”. “La jefa de iluminación y fotografía era una hermana de Brigitte Bardot. Estaba muy desequilibrada, era una profesional impresionante, pero era alcohólica. Todos pensamos que era porque no soportaba lo de la hermana, ya que la guapa era ella. Era de morir. A mí me tenía en los huesos. Nunca supe en qué acabó”.

Madrid le estaba esperando, y Jaime Herrero regresó, con muchas más vidas en los bolsillos. Continuó con el cine, su asignatura pendiente y heredada, empleándose como ayudante de dirección de Pedro Lazaga. De nuevo llegó por allí un hombre y de nuevo las cosas volvieron a cambiar para Herrero. Era un representante del Sindicato Vertical del Espectáculo, que le pedía sus papeles y su situación “Me los tiró al suelo y me dijo que aquello no servía para nada. Que lo que tenía que hacer para legalizarme era afiliarme al sindicato y realizar tres películas gratis, que me arreglara, que así era la ley”. El jefe de producción, para hacerle un favor, le metió a trabajar en el catering. “Por lo menos si estás la lado de la comida, comes y lo que sobra lo llevas para casa, me dijo”. En aquella película, Jaime Herrero pudo cobrar algo porque el protagonista era pintor y le pagaron por pintar los cuadros que en la película supuestamente pintaba el actor. Pero no pudo permitirse hacer el segundo y el tercer film, ya que el bolsillo vacío azuzaba. Estuvo deambulando por Madrid, buscando trabajos aquí y allá. Y volvió a París de nuevo.

Mayo del 68: pide lo imposible

“La última vez que estuve en París fue en el 68” dice Jaime Herrero, y es algo que muchos no pueden decir. “Pero que nadie se equivoque, que yo no era un héroe”. En aquella época no tenía residencia fija, iba por las casas de sus amigos artistas del Barrio Latino. Una noche, en el círculo de Bellas Artes, pintó un cartel que luego se convertiría en un símbolo. “Era uno de los carteles del mayo francés, el del policía que está con un escudo y una porra. Pinté otros, que aún tengo guardados en casa”. Aquella revolución de París la vivió Jaime con amigos. Concretamente con amigos españoles que pertenecían a la legión francesa y que habían estado presos en Vietnam. Pero, como decía el camarero de “Irma la dulce”, esa es otra historia. Cuando en las calles de París mataron a un policía, su amigo legionario le dijo: “la policía francesa son asesinos. A partir de aquí hay que largar. Porque ganamos la batalla de las calles tácticamente, pero la perdimos estratégicamente”. El pintor afirma que nunca entendió demasiado bien qué le quiso decir su amigo con eso. Cogieron un tren y se marcharon a Versalles a vivir en una pequeña pensión. “Y vaya si se pusieron mal las cosas. Aquello se puso tremendo. Mataron a todos los del último grupo de la Soborna, los llamaban los vietnamitas, estudiantes de extrema izquierda. Y en las furgonetas hubo violaciones e innumerables atropellos”.

“Perdóneme, pero a usted le inventé yo”

Oviedo volvió a acogerle, como siendo niño. No entró en la gran pantalla, pero sí en la pequeña. Comenzó su aventura en Televisión Española, trabajo que conservaría hasta la jubilación. “En la tele empecé haciendo las cosas más raras del mundo” afirma el pintor, sin evitar que se le escape la risa. Fue rotulista, hacía chistes gráficos, pintaba el tiempo, ponía voz a algunas piezas, cuando no llegaba el invitado a tiempo le entrevistaban a él y ejerció hasta de cámara. “Yo era un cámara malísimo, pero ¿qué querían? Si estaba ahí para hacer un favor, suplía a otro un verano en el que no había nadie”.

En la televisión le ocurrió una de las cosas más curiosas de sus múltiples vidas. Fue en la época en que hacía unas coplas de ciego. “Aparecía un teatro, se abría el telón y en el escenario estaba el decorado de una plaza de un pueblo, salía un ciego con una guitarra y con unos dibujos cantando historias. Yo hacía los dibujos y me inventaba las historias que contaba el ciego”. Un día le llamaron al despacho del director; cuando fue, se encontró con un hombre al que no había visto en su vida, estaba muy ofendido con él y le exigía una rectificación. Al parecer, en su pueblo hacía días que le llamaban el asesino. “Resulta que coincidía el nombre, los apellidos, casi la profesión (porque el hombre era arquitecto y el de la copla, ingeniero), y el nombre del pueblo. Me quedé de piedra. Yo no sabía ni que ese pueblo existía, y resultaba que estaba en Aller. “. Y allí estaba Jaime Herrero, hablando con un hombre que él mismo se había inventado.

El corazón escondido

Jaime Herrero y el dinero se conocieron poco. “Suerte que soy un espartano” dice. Un día que iba a coger un tren para París para presentar un libro de poesía, se encontró a un amigo suyo por la calle que le preguntó a dónde iba sin equipaje. Herrero sólo llevaba un periódico doblado en el brazo y, dentro de él unos calzoncillos y dos plátanos. Siempre fue así. Hasta que tuvo familia.

Dice sin rubor que conocer a su mujer fue de las mejores cosas que le han pasado en la vida. “Ella me ha organizado mucho y siempre, siempre, me ha apoyado con la pintura”. Herrero no entiende muy bien por qué ahora le llega el reconocimiento, siendo un joven artista de 70 años, cuando lo cierto es que lleva toda la vida trabajando. Una prueba de ello es el almacén lleno de cuadros que atesora, obras que hace dos años se exhibieron en el Campoamor en una impresionante exposición antológica. “Se ordenaron por décadas. La gente me preguntaba dónde diablos tenía metido todo esto”. Pero no es que ahora Herrero exponga, sino que ha vuelto a exponer. “En los años 60 hice la mayor exposición que se hizo nunca en Oviedo: expuse en 6 sitios a la vez. En cuatro galerías, la Universidad y el hall del Palladium. Pero lo cierto es que no me hicieron mucho caso. Son los mismos cuadros que expongo ahora y me dicen que son buenísimos”.

Ahora lleva una serie por toda España. Comenzó en Madrid, le siguió Zaragoza, en estos momentos tiene sus cuadros en Cáceres y, finalmente, vendrán a Gijón. “Y espero que ya termine, porque estoy agotado” comenta este hombre que dedica las mañanas a pintar y las tardes las pasa en el estudio, ilustrando, leyendo.

Ha publicado varios libros de poemas, ilustrado más de 200 libros asturianos y la modestia le impide decir que ha sido, posiblemente, el primer expresionista español bajo la influencia de Francis Bacon. ¿Cuántas vidas le tocarán aún por vivir?

Jaime Herrero sale del café, abre el paraguas y mira la ciudad nevada. Recuerda una frase de Xuan Bello: todas las ciudades tienen un corazón escondido. “Para mí la única ciudad de todas en las que he estado que tiene un corazón escondido es Oviedo” dice “Por eso siempre he vuelto y nunca me marcho”.

2 comentarios:

  1. Es muy exacto lo de los botones del pijama, a ese hombre se le van escapando las historias por las costuras. Vaya tela, vaya vida. Y vaya privilegio, de paso, que te la haya contado.
    Qué bien escribes, perra.
    Algún día haré algo espectacular sólo pa que lo cuentes.
    Por cierto, no sé si lo has visto, pero si no, no puedes perdértelo: te ha de encantar.
    http://www.youtube.com/watch?v=CWZgrcjPGhk

    ResponderEliminar
  2. Éste es un mensaje para la srta. Leticia Sánchez Ruiz;
    antes de nada, deseo expresarla que me gustó mucho su artículo del Sr. Herrero.
    Estoy interesado en la obra (pasada) del Sr. Jaime Herrero, y quisiera ponerme en contacto con el ilustre artista.
    Le dejo mi email de contacto; aladulcinea@gmail.com.
    Sin otro particular, reciba un cordial saludo.

    ResponderEliminar