Yo conocí a un hombre que se masturbaba todas las tardes con su vecina, a la cuál no conocía, no había visto jamás ni había oído nunca su nombre. La pared de su salón y la pared de ella eran una sola, y a través de esa gruesa capa de cemento se sentían ellos. Todos sabemos la capacidad acústica que llegan a tener los tabiques adyacentes. Cada día, a las cuatro menos cuarto de la tarde, el marido de ella se iba a trabajar. Él, el vecino, oía perfectamente el ruido de la puerta, junto con el de las llaves, y empezaba a prepararse para el placer de cada día. Se iba al baño, se duchaba, se peinaba tres veces y se enjuagaba los dientes con hierba-buena mientras escuchaba el ruido que hacían los platos al ser recogidos en la casa de al lado. Ella limpiaba la cocina, pasaba la bayeta amarilla por la mesa, se ponía el delantal de cuadros y, mientras tenía las manos sumergidas en el jabón fregando los platos para acabar con los preparativos, escuchaba cómo corría furiosa la ducha en el piso contiguo. A las cuatro en punto de la tarde de todos los días, ambos se sentaban apoyados en la pared de sus mutuos salones, justo siete pasos a la izquierda de ella, a la derecha de él, sin haberlo planeado nunca. Se sentaban con las piernas abiertas como los niños o los animales, y empezaban a tocarse lentamente y de arriba abajo, proporcionándose placer y sintiendo el placer del vecino, de esa espalda sudorosa que se estremecía pegada a la suya y separada por un muro. Ambos se oían; la respiración entrecortada de ella, los prominentes jadeos de él. Después los dos fumaban, con la cabeza apoyada en la pared y las piernas aún abiertas, más abiertas. El tabaco era para él un vicio absoluto, mientras que para ella era una ocasión especial y única, un libertinaje secreto que era inherente a aquella pequeña perversión clandestina. Así que se reservaba un pitillo de su marido en el delantal, para poder gozarlo después con su compañero de onanismo. Seguían escuchando su respiración de nicotina; el suave ruido al echar el humo de ella, las amplias bocanadas de él.
A veces se regalaban música. Él le ponía los discos de James Taylor, y jazz, y soul, y algo de Satie. Ella hacía sonar las cintas de George Moustaki, y viejos boleros, y la ópera Carmen, que era su favorita. Cuando escuchaban estas canciones a través de la pared, su placer era ya infinito. Luego se levantaban, sin despedirse, sin gritarse, se arreglaban el pelo casi con vergüenza, se colocaban torpemente las ropas. Volvían a sus vidas, y durante el resto del día ninguno de los dos tocaba la pared que los juntaba hasta dentro de 24 horas justas, a las 4 de la tarde. Pero lo que nunca supieron el uno del otro ( además de su apariencia, su voz o su nombre) fue la última coincidencia que los unía: todos los días a las cuatro y cuarto de la tarde, ambos se despedían del otro cantando secretamente Bye, bye, love, bye, bye happiness, hello loneliness, bye, bye, my love, bye, bye.
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