miércoles, 24 de febrero de 2010

EL NIETO DE TRANQUILINA

Le abandonaron en su pueblo de niño para que se criara con sus abuelos y lo fuera anotando todo en el nudo de la memoria. Estaba perdido en aquel pequeño lugar del mundo, no entendía por qué su abuela le cogía de los hombros y le decía que jamás olvidara la matanza que allí se había producido, cuando él realmente lo único que quería era cerrar los ojos y no verla en sus pesadillas. Pero Tranquilina Iguarán se paseaba por asegurando que su nieto, cuando creciera, contaría al mundo lo que había pasado allí, que no había por qué preocuparse, que todos los sabrían. Los habitantes de Aracataca miraban con desconfianza al nieto de Tranquilina, aquel niño enclenque, que sufría tanto porque tenía la desgracia de verlo todo.

Al crecer, el nieto de Tranuilina Iguarán no quiso desprenderse del todo de su infancia: sabía que la necesitaba para poder escribir. Necesitaba poder seguir siendo absurdo, y maravilloso, y negarse a aceptar. Realmente se metió a escritor por timidez, ya que su verdadera vocación era la de prestidigitador, pero se ofuscaba tanto intentando hacer un truco, que tuvo que refugiarse en la soledad de la literatura. O al menos eso decía él. Por lo tanto, le hizo caso a su abuela, y comenzó a preparar aquel enorme encargo que le mandó de niño.

Durante años tuvo los primeros capítulos en la mente, tan claros, que los podía recitar de memoria como si fuera la lección de un colegial o el misal de una monja. Y hasta allí llegaba. No encontraba tiempo para sentarse, para quedarse a solas con la máquina, los cigarrillos y sus recuerdos. Una tarde se marchó en coche con su mujer y sus hijos, tal vez a visitar a un familiar, pero el motivo no es lo importante: tiene más importancia que llovía Cuando iba por una de esas absurdas carreteras de América del Sur, toda llena de lodo y socavones, se cruzaron con una serpiente gigante, gorda y redonda que les bloqueaba el camino. El nieto de Tranquilina paró el coche y se quedó mirando para ella. “Ahora sí” dijo dando marcha atrás, “ahora sí, carajo. Me marcho para casa y empiezo la novela”.

Su mujer y sus hijos aceptaron pasar hambre durante la larga temporada que el cabeza de familia no produjo nada comestible o remunerable, enfrascado como estaba en aquella escritura enloquecida. Cuando el manuscrito estuvo acabado, no tenía dinero para mandarlo por correo a la editorial, así que primero envió una parte, y luego, cuando hubo ahorrado, mandó la otra. Pero lo hizo al revés: el primer manuscrito que envió era el del final. Aún así, no importó.

El nieto de Tranquilina Iguarán cumplió su promesa. Hizo que todo el planeta se enterase de la matanza que se había producido en su pueblo, pero no lo llamó Aracataca, sino Macondo, y le explicó al mundo entero su soledad.

Gabriel García Márquez, aquel niño memorioso, es hoy en día un octogenario que conserva su humor intacto, pero hay pequeños espacios en blanco en su mente. Tiene miedo porque cree que está perdiendo la memoria. Y sabe que eso es como si le arrancaran las piernas o los brazos. Él quiere morir como ha vivido: recordando.

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