Susan Boyle es bajita, rechoncha, de aspecto descuidado, tiene cara de patata, papada de obispo, las cejas muy pobladas, el pelo de fregona, juanetes en los pies y coloretes en las mejillas. Con 47 años, casi aparenta 60, pero hay en ella un aire inocente, humilde, que no se sabe muy bien si la hace parecer loca o tierna. Tiene sonrisa de niña y cara de vieja. Susan Boyle vive sola con su gato en un pueblo de Escocia, no ha tenido suerte con los hombres ni con nada, nunca le han dado un beso, jamás ha tenido una cita y no se queja demasiado. Ha perdido su trabajo, dedica su tiempo a ayudar en la parroquia de su barrio, celebra los sábados en una cervecería con karaoke y por las noches regresa siempre con arena limpia para su gato.
Susan Boyle un día se compra un vestido y decide ir a la televisión. Se presenta a uno de esos concursos británicos en los que buscan talentos. Sale al escenario sobre sus pequeños tacones torcidos. Tartamudea cuando le preguntan cómo es su pueblo y aguanta las risas del público al decir su edad. Y sin embargo eso no es lo que más les divierte. Se tronchan de risa cuando Boyle confiesa que lo que ella quiere ser es una cantante profesional. Pobre gusano enamorado de una estrella.
Pero cuando Susan empieza a cantar, todo cambia. Allí de pie, ante ellos, aquella mujer de mejillas coloradas y rudos modales despliega una voz hermosa, tan hermosa que nadie entiende. Una voz que no hace enmudecer al público: le hace gritar. Así es de impactante. Boyle está cantando una canción del musical “Los miserables”, basado en el libro que Víctor Hugo dedicó a todos los oprimidos del mundo en cualquier lugar, en cualquier época, por cualquier causa. Susan, sonriendo, alzando sus brazos rechonchos, entona este himno de los desarraigados, de los que esperan que les llueve la suerte como esperan las pulgas conseguir un perro, de los que nacieron sin nada, de los horrorosos, los repudiados, los pobres, los miserables. Canta Susan (voz increíble, aspecto horroroso) sobre ella misma y deja atónito al mundo. Canta Susan Boyle sobre esos gusanos que se arrastran hasta los charcos porque allí, en el agua, por la noche se refleja la estrella que aman.
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