“Por favor, no me hagas vivir aquí en tu techo, sin ropa y sin alimentos”, imploró Ícaro, ya que el sol le había fundido las alas de cera y se había quedado encaramado en lo alto de una torre desde la que no se veía el suelo.
“Sí”, replicó la dama desde la ventana más alta de la torre, “y en las noches de frío te daré una manta, te leeré cuentos desde aquí y podrás dormir mirando las estrellas. Te tiraré pan con guindas y podrás comer con los mirlos que vienen a la torre. Me lanzarás besos y yo te chillaré versos desde aquí. Serás mi pájaro y yo seré tu sol”.
Ícaro lloraba pensando en su futuro y en su padre, que probablemente creería que se había muerto o que se había caído al mar. Mientras, la dama sonreía imaginando que aquella sería una preciosa y secreta historia de amor.
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