Yo conocí una vez a un hombre que cuando era bien pequeño sus padres le mandaron embarcar a Cuba para que tuviera más fortuna que en este país. Cuando llegó a La Habana los nuevos colores caribeños le deslumbraron. Empezó a trabajar barriendo una tienda de telas y era feliz sólo porque en el descanso para comer iba a bañarse a la playa y no necesitaba secarse, pues al salir del agua el sol le lamía los restos de las olas. Creció y pronto logró empaparse del carácter de los isleños, del mucho beber y bailar y contar historias. Sin papeles se casó con una mulata y tuvo familia, aunque de ésta se sabría mucho tiempo después.
Un día le llegó una carta que contaba que su madre estaba muriéndose. Besó a su negrita prometiéndole venir lo antes posible, cogió un barco y ya nunca regresó al Caribe. Una vez en su patria contrajo matrimonio ante un cura con una mujer de piel pálida y la vida siguió.
Perdió las costumbres cubanas del mucho beber y bailar, porque según él ya no era lo mismo, pero no la de contar historias. Por eso a su nieta pequeña, la rubia, la que tenía los ojos más azules y más interrogantes, le encantaba sentarse en sus rodillas y escucharle. El abuelo le hablaba de La Habana y de sus maravillas, de cada calle, de cada establecimiento, de cada playa. Le contaba a qué sabía el ron y los helados, la caña de azúcar y el amor caribeño. Así la niña empezó a vivir recuerdos que nunca tuvo, a tener nostalgia de lo que no conoció.
Las historias permanecieron en su memoria y cuando tuvo el pelo menos rubio y los ojos más pequeñitos les contó a sus propios hijos las historias de aquel paraíso de su infancia con el que tantas veces soñó, aquella isla, aquella vida llena de palabras. Los avatares del destino, aunque más bien de la economía, no le dieron ocasión de viajar hasta el Caribe, así que casi creyó morir de gozo cuando su hijo le dijo que se iba a Cuba de luna de miel.
A su regreso ella le esperaba impaciente, incluso se había pintado y perfumado como quien espera recibir grandes noticias. Le dio dos besos, le agarró por el brazo y con los ojos más interrogadores que nunca, le preguntó cómo era La Habana. El hijo, sonriendo, le contestó:
-Como tú me la contaste
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