miércoles, 24 de febrero de 2010

FINISTERRE

Yo conocí a un hombre que ahorraba todo el año (la vuelta del pan, la copa de menos, los pantalones que van a seguir colgados en la tienda) para poder ir a ver la luna a Galicia por los veranos. Le gusta alojarse en los pueblos pequeños y salir por las noches furtivamente a colarse en una de las diminutas barcas de colores que los pescadores gallegos dejan durmiendo en las rías. Siempre lleva una bolsa de cerezas crujientes, que suele comer mientras observa la luna mecida en cuna por las corrientes que azotan la pequeña embarcación. El hombre suele preguntarse, con un hueso de cereza entre los dientes para no marearse en la barca, por qué en Galicia se verá la luna tan grande, tan clara, tan viva, tan cerca. Piensa que al tratarse esta región del fin de la tierra, tal vez sea el principio de la luna.

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